Democracia, liderazgo y cristianismo

I
La idea de liderazgo se ha convertido en un mantra de las sociedades contemporáneas. Aquí y allá encontramos cursos y talleres que prometen al individuo tomar el control de la propia vida e impulsarse hacia el éxito total; acullá se habla de la imperante necesidad de líderes capaces de proponer soluciones creativas a los problemas planetarios; en todos lugares la retórica habla de ser capaces de dirigir y dirigir-se, de mandar y mandar-se, de ser una fuerza causal antes que un efecto de circunstancias sobre las cuales carecemos por completo de control. Vivimos en sociedades sedientas de ese tipo de ser humano excelente, capaz de inspirar a otros a grandes empresas, a salir de sí mismo y comprometerse con ideales que resuenen en el libro de las glorias humanas. Y, sin embargo, quizá nunca como ahora parece adolecer la humanidad de auténticos liderazgos.
Hablé arriba, indistinta y provocadoramente, de “dirigir” o “dirigir-se”, como ignorando el enorme espacio que separa los dos terminajos. En realidad, entre ambas palabras trasluce algo importante sobre el misterio de la sociabilidad humana. No debe quedar duda de que, para ser capaces de dirigir (a los demás), uno siempre debe estar dispuesto al gobierno de sí. Nadie que no haya alcanzado una armonía interna será capaz de dirigir a los otros seres humanos; terminará, por el contrario, tiranizándolos y provocando más destrucción que si hubiera abandonado a esos pobres diablos a sus fuerzas. El liderazgo exige, pues, una ascesis que funcione como base sobre la cual se erija un proyecto de salida hacia los demás.
Digámoslo en otras palabras: una primera parte de la crisis de liderazgo actual se debe a la desconexión que existe entre el gobierno de sí como condición de posibilidad para un gobierno de los asuntos y bienes comunes.
En un sentido estrictamente platónico, el desorden en el espíritu humano tendrá como correlato necesario el caos público. El ser humano que es incapaz de gobernarse vive una guerra civil (stasis) silenciosa pero brutalmente destructiva, que no podrá sino convertirse en correlato de la sociedad producida por este.
II
La cacofonía que resulta del ejercicio del liderazgo por parte de un individuo incapaz de autogobierno no es, empero, el único problema que enfrenta cualquiera que busque pensar el liderazgo en nuestras sociedades postseculares. Otro problema, todavía más complejo, se abre ante nuestros ojos, mostrando vívidamente su contemporaneidad.
Asumamos que es posible encontrar un líder que ha realizado el duro trabajo de ordenar la multiplicidad de pasiones en aras de un ideal que ofrece sentido a la propia vida. ¿Es dable pensar que nuestras sociedades aceptarán de buena gana este liderazgo? ¿No ocurrirá, como advierte Alexis de Tocqueville, que a la igualdad de condiciones le siga una igualdad de las mentes, fuerza dominante que empuja a cada uno a la falsa generalización de la idea de igualdad, al punto de desconocer distinciones de grados entre los intelectos?
El individuo contemporáneo responde a los argumentos de autoridad: ¿qué me obliga a mí, ser racional, a creer en ti, ser también racional, si entre uno y otro reina la más absoluta de las igualdades y no hay nada que tú puedas pensar que no pueda imaginar yo?
Esta es la bandera de las redes sociales, donde las posturas más absurdas conviven con ideas que buscan tener algún peso, donde felizmente se confunden la inteligencia y la necedad, la arbitrariedad y la sensatez, el buen gusto y la vulgaridad; es el sustrato teórico detrás del “¿y quién eres tú para decirme eso?”, postura que constata que, lejos de un análisis del argumento, lo que clausura la comunicación es la intuición de que, en última instancia lo que yo me diga, lo que yo crea, tiene estrictamente el mismo valor que aquello que tú puedas pensar, con el añadido de que lo que pienso yo no es controversial para mí y, por ende, debe ser aceptado sin dilación ni disputa.
Contra el dictum homérico, “El mando de muchos no es bueno, basta un solo jefe”, que Aristóteles recoge al final del libro XII de su Metafísica, el ethos democrático promueve la fragmentación como mecanismo por excelencia para evitar la tiranía. El mando de muchos, dirá la democracia, es lo más conveniente cuando lo que se busca es minimizar los peores pagos del poder. La democracia liberal sigue aquí puntualmente a Aristóteles: la tiranía, gobierno perverso de uno, es el peor de los regímenes porque es también el más potente de todos, el más eficiente; la democracia, en contraparte, es el régimen corrompido menos nocivo en tanto que régimen débil.
Estos dos elementos, la igualdad de las mentes y la debilidad original del sistema democrático, conspiran para dificultar cualquier referencia a un liderazgo.
¿Cómo hablar, pues, de un líder en el marco de una democracia que dificulta toda distancia, por decir nada de toda jerarquía, así como entorpece la entronización al sitio de autoridad del líder fuerte, del legislador, del profeta, del creador de pueblos?
III
Quedamos frente a una más de las paradojas democráticas. A la necesidad de líderes se impone la imposibilidad práctica de estos, cancelados por los mismos mecanismos diseñados para defender la estabilidad del régimen. ¿Debemos, por ende, renunciar a la posibilidad de liderazgos? ¿Será más honesto abandonar la retórica del liderazgo como la condición de posibilidad de todo cambio social?
Dos ideas responden a esta encrucijada pesimista. Primero, la democracia no renuncia a la posibilidad del hombre o la mujer extraordinarios. Martin Luther King Jr., Rosa Parks, Mohandas Gandhi, Teresa de Calcuta, Lech Wałęsa y Nelson Mandela son algunos ejemplos de extraordinarios seres humanos que dedicaron su vida a recordarnos la imposibilidad de todo régimen político libre cuando se olvida de su fundamento, a saber, la defensa y promoción de la dignidad de la persona y sus derechos fundamentales.
En segundo lugar, y más importante para nuestros fines, está el hecho de que en la democracia el liderazgo no desaparece, sino que es transformado por la lógica democrática misma. El liderazgo democrático no puede sino asumir el hecho de la igualdad, así como renunciar a proclamar al líder decisionista.
La solución que encontró este régimen fue tomada de la tradición cristiana. El cristianismo trastocó radicalmente el universo valoral de la Antigüedad. En El Resentimiento en la Moral, Max Scheler explica que, en el mundo antiguo, el movimiento del fuerte, el saludable y el meritorio hacia el débil, el enfermo y el mediocre suponía el peligro constante de contaminación. Así, grandeza y bajeza estaban divididas por un muro infranqueable, que impedía a uno y a otro entrar en contacto con el otro. Véase, por ejemplo, las previsiones en Levítico 13 sobre la distinción puro-impuro en el caso de enfermedades cutáneas.
En el universo encantado de los antiguos, la enfermedad no es explicable en términos científicos, sino que enfermedad y pecado están íntimamente relacionados, como lo muestra la pregunta que hacen los discípulos a Jesús: “Rabí, ¿quién pecó, este o sus padres, para que naciera ciego?” (Jn 9:2).[1] La respuesta de Jesús nos habla de esta revolución moral: “No pecó él, ni tampoco sus padres. Más bien, fue para que las obras de Dios se manifiesten en él” (Jn 9:3).
La revolución valoral de Cristo impacta asimismo el concepto de autoridad. Hacia el final de su ministerio, Jesús escandaliza a Pedro al hincarse para lavarle los pies.
En el intercambio entre el futuro líder de la iglesia y el Hijo de Dios emerge un concepto nuevo de autoridad:
Después de lavarles los pies, Jesús tomó su manto, volvió a la mesa, y les dijo: “¿Saben lo que he hecho con ustedes? Ustedes me llaman Maestro, y Señor; y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros […] De cierto, de cierto les digo: El siervo no es mayor que su señor, ni el enviado es mayor que el que le envió” (Jn 13:12-16).
Jesús el Hijo desciende a sus estudiantes para mostrarles una idea nueva de autoridad. El que manda es el primero en servir, la autoridad no implica ya pompa y privilegio sino sacrificio por el otro. La autoridad ya no se identifica con el modelo imperialista de Roma; emerge, en cambio, la figura del pastor como paradigma de liderazgo: “Yo soy el buen pastor; el buen pastor da su vida por las ovejas” (Jn 10:11). El pastor, claramente superior a sus ovejas, no tiraniza a su rebaño, sino que, trastocando la lógica humana, acepta de buena gana dar la vida por ellas (Jn 10:18).
El cristianismo inaugura un modelo de autoridad que elimina por completo todo pathos de distancia, toda jerarquía—natural o creada—, convirtiendo la autoridad en oficium,[2] en servicio en el que el ministro se da a los demás en aras del bien colectivo.
La democracia adoptará, precisamente, esta noción de autoridad. Cuando hablamos de servidores públicos tenemos frente a nosotros un concepto cuyas raíces se hunden en la tradición cristiana. Quien gobierna en democracia no tiene un derecho que lo haga merecedor de dicha autoridad, como en el caso del derecho divino medieval; el gobierno, más aún, no es personalizado, sino institucionalizado, de forma tal que “el lugar del poder se muestra como aquel al que no puede darse una determinada figura”.[3]
El funcionario es aquel que ha recibido un encargo, que ha sido puesto en un sitio desde el cual será capaz de ad-ministrar, es decir, direccionar un servicio. El poder no es una propiedad sino una responsabilidad de cara al soberano, cuyo rostro se esconde en la esquiva noción de “Pueblo” que funda todo el poder en una democracia.
¿Qué decir, finalmente, del liderazgo? De igual forma como la autoridad político-administrativa en democracia está mediada por la inversión cristiana, el concepto mismo de ciudadano resuelve dentro de sí la paradoja del liderazgo. En la idea de ciudadanía convergen las nociones de autoridad y obediencia, autonomía y heteronomía, soberano y siervo. Más importante todavía: el ciudadano es, al mismo tiempo, dirigente y seguidor, líder y liderado, pues la vida del ciudadano está siempre escindida entre el hecho de formar parte del poder soberano y la obligación de obediencia a las leyes que uno se ha dado a sí mismo a través de los mecanismos representativos.
La democracia encuentra en el ciudadano tanto a un líder como a un seguidor; dos “gorras” que el ciudadano se pone dependiendo del contexto, que lo hacen a veces seguir, a veces lo empuja al sitio de liderazgo.
Hablar de liderazgo en democracia, pues, tiene sentido únicamente cuando asumimos en toda su radicalidad la imposibilidad de que alguien mande siempre, de que alguien se auto-decrete líder definitivo, así como que el liderazgo más interesante, más allá de los grandes hombres y mujeres de la historia—que, si bien son absolutamente necesarios para la salud de toda sociedad humana, serán siempre fenómenos excepcionales—es aquel que surge del doble rostro ciudadano. Sólo desde ahí, en mi opinión, se ajustan las tensiones y paradojas del liderazgo en nuestra actualidad; sólo desde ahí será posible imaginar proyectos formativos de líderes que transformen a la sociedad.
————————————————————————————————————————————————
[1] Cf. Charles Taylor, A Secular Age, Cambridge: Harvard University Press, 2007, 39.
[2] Ver Giorgio Agamben, Opus Dei. Arqueología del Oficio, Valencia: Pre-Textos, 2013.
[3] Claude Lefort, “La cuestión de la democracia”, La incertidumbre democrática, Barcelona: Anthropos, 2004, 47.
Suscríbete grátis a Revista Forja
Suscr■bete al grupo de Revista Forja en WhatsApp y recibe cada mes la revista en PDF y art■culos como este cada semana.