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Iturbide: el genio militar y diplomático

por | Historia

Fue en el año de 1767 cuando un inesperado acontecimiento conmocionó tanto a la Cristiandad como a la Cultura Occidental: Un decreto dado por el rey Carlos III de España ordenaba que todos los miembros de la Compañía de Jesús fuesen expulsados de los territorios que formaban parte del imperio español.

Salvador de Madariaga, historiador que no niega sus tendencias liberales, juzga dicho acontecimiento con las siguientes frases:

Cuando de pronto, desde la misma España del cetro y de la cruz, desde aquel Rey que era heredero de los Reyes Católicos llegó a las Indias la prueba tangible de la filosofía volteriana: ‘Fuera jesuitas’, aquel día el Rey de España desató con sus propias manos el lazo más fuerte que unía a su Corona con los reinos de ultramar” (El auge y el ocaso del imperio español en América. Editorial Espasa-Calpe. Página 595).

La expulsión, aparte de significar un rudo golpe contra la Iglesia Católica, afectó también a la obra educativa y civilizadora realizada por los jesuitas; como ejemplo más significativo recordaremos como aquel gran experimento social conocido como las Reducciones del Paraguay se vino abajo provocando que los guaraníes que estaban siendo civilizados retornasen muy pronto a la barbarie.

En el caso concreto de la Nueva España (México) la expulsión afectó no solamente a las misiones que los jesuitas tenían en los territorios del norte, sino que ocasionó que los jóvenes criollos se quedasen sin educadores y, por ende, expuestos a la influencia de las doctrinas enciclopedistas que llegaban desde Francia.

Sumado a lo anterior, tenemos el hecho de que en la Nueva España de la segunda mitad del siglo XVIII existía lo que se conoce como sentimiento de nacionalidad que consiste en que sus habitantes se daban cuenta de que México ya no era ni España ni Tenochtitlán sino más bien una nueva realidad, una nación mestiza que mucho tenía en común con sus pueblos hermanos del resto del continente.

Según el historiador Manuel Ignacio Pérez Alonso, S.J. “la expulsión de los jesuitas liberó los sentimientos reprimidos de muchos de los mexicanos que no permanecieron insensibles al extrañamiento…No era la Independencia de México, pero era el camino, el puente necesario y previo para llegar a la plena aceptación de las ideas independentistas de los insurgentes” (La Compañía de Jesús en México. Editorial Jus. Página 462.

Sumado a todo lo anterior, nos encontramos con una serie de impopulares disposiciones dadas por los reyes pertenecientes a la Casa de Borbón.

Disposiciones que iban desde impuestos injustos casi confiscatorios hasta el nombramiento de virreyes que se distinguían por una avaricia fuera de límites que los inducía a cometer las peores tropelías.

Una de las medidas más impopulares consistió en el hecho de que los puestos más importantes de la administración pública fuesen adjudicados a los peninsulares en detrimento de los criollos quienes, por tener ya conciencia de nacionalidad, vieron con repulsión que se prefiriese a los extranjeros.

El ambiente está caldeado. Se presiente como un fuerte conflicto está a punto de estallar…

La situación social es muy semejante a un edificio cuyos sótanos están llenos de barricas de pólvora; solamente falta que un imprudente encienda un fósforo…

Y no fue uno sino varios imprudentes quienes se encargaron de prender y atizar el fuego.

No seremos exhaustivos, tan sólo recordaremos cómo la invasión napoleónica al territorio español (1808) así como la vergonzosa destitución del rey Carlos IV, seguida de la traición de su hijo el príncipe Fernando acabaron por desacreditar a una monarquía que, si acaso en España pudiera gozar de relativa popularidad, en tierras de Hispanoamérica era vista ya con repugnancia.

Los liberales toman el poder en España e imponen la Constitución de Cádiz (1812) que se caracteriza por un marcado anticlericalismo y que estaba destinada a ser impuesta en todos los dominios del imperio español.

En el caso concreto de la Nueva España, los acontecimientos que han tenido lugar en le península son la gota que ha colmado el vaso provocando violentas insurrecciones cuyos principales caudillos fueron los sacerdotes Miguel Hidalgo y José María Morelos. Ambos movimientos se caracterizaron por un odio implacable contra los españoles que ocasionó infinidad de muertes y una total desolación.

Movimientos sangrientos y destructores que jamás lograron la Independencia.

Muy pronto dichos movimientos fueron sofocados y sus caudillos fusilados. Daba la impresión de que la Corona controlaba la situación y que era inminente el regreso de la paz.

No obstante, a raíz de que, tras la sublevación de Rafael del Riego (Sevilla, enero de 1820) los liberales vuelven a tomar el poder en España y su primera disposición consistirá en imponer en los dominios de ultramar la Constitución de Cádiz que mencionamos anteriormente.

Esto alarma a los mexicanos (católicos casi en su totalidad) quienes desean evitar que dicha Constitución se implante en la Nueva España y, al mismo tiempo tratar de conseguir la Independencia sin que haya derramamiento de sangre.

Citamos a Javier Ocampo: “La defensa de la religión, atacada por España y por los liberales fue considerada como una de las causas inmediatas más importantes de la Independencia. En sermones, poesías, discursos, alegorías, etc. es la religión la institución protegida de la independencia en contra de los impíos españoles” (Las ideas de un día. El Colegio de México. Página 153).

Es entonces cuando entra en escena el gran protagonista de la Independencia de México: Un criollo nacido en Valladolid (hoy Morelia, Michoacán) en 1783 y que responde al nombre de Agustín de Iturbide.

Este personaje se había distinguido por haber luchado dentro de las filas del ejército realista combatiendo a los insurgentes.

El hecho de que Iturbide hubiese combatido a los insurgentes se explica porque -aunque él también deseaba la Independencia- no estaba de acuerdo en los métodos sangrientos seguidos por Hidalgo, Morelos y otros rebeldes.

Iturbide se entusiasma con la idea de la Independencia y, con las tropas que el virrey había puesto bajo su mando, se dirige a tierras del sur en donde, el 24 de febrero de 1821, proclama el Plan de Iguala.

Un Plan que interpretaba el sentir popular puesto que ofrecía tres garantías: Religión católica, independencia y unión de mexicanos y españoles.

La última garantía (unión de mexicanos y españoles) Iturbide la concebía comprendiendo dentro de la misma la unidad de todos los pueblos hispánicos que tenían como núcleos primordiales la fe católica, el idioma español y la tradición heredada de grandes personajes como lo habían sido Isabel la Católica, Carlos V, Felipe II, Santa Teresa, Cervantes o San Ignacio de Loyola.

En cuanto el Plan de Iguala se da a conocer, recibe de inmediato tal cantidad de adhesiones que, a los cinco meses escasos, el gobierno virreinal tan sólo contaba con cuatro plazas: La Ciudad de México, la fortaleza de Perote y los puertos de Acapulco y Veracruz.

Es entonces cuando Iturbide se manifiesta como todo un genio de la diplomacia logrando apoyos de mineros, hacendados, militares, obispos, intelectuales y en general de los mejores elementos de la sociedad.

En poco más de siete meses y sin que se derramara una sola gota de sangre Iturbide había conseguido la Independencia.

Una Independencia que le cayó a los mexicanos por sorpresa puesto que lo que no se había logrado en diez años de salvajismo se había conseguido en poco más de medio año gracias a la habilidad de quien con toda justicia es el verdadero libertador de México: Agustín de Iturbide.

Y fue así como el 27 de septiembre de 1821, al frente de dieciséis mil soldados, Iturbide entra en la Ciudad de México en medio del clamor popular.

Y concluimos citando al historiador Alfonso Junco quien nos describe tan feliz efeméride:

Todo está engalanado; los colores Trigarantes brillan en las colgaduras de las casas y en los atavíos de las mujeres; la ciudad entera se ha echado a la calle; se agolpa el pueblo al paso del ejército, y aclama, en el delirio del júbilo, a su Libertador…Día grande, día puro, día sin sombra, día máximo de la patria. ¡Los que lo vieron nunca lo olvidaron!” (Un siglo de Méjico. Editorial Jus. Páginas 58 y 59)

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