Exorcismos del pasado

El hombre de bronce se tambaleó de un lado a otro y, en lo que pareció una eternidad, se precipitó contra el suelo y se reventó en pedazos. La multitud aullaba de felicidad, los gritos, la alegría, la catarsis de por fin liberarse del villano tan odiado, del opresor, del enemigo.
Esta imagen se repitió una y otra vez a todo lo largo de las recién liberadas Repúblicas ex-Soviéticas y de sus satélites. En Berlín cayó el muro, símbolo de la división impuesta por el extranjero; en Ucrania, Latvia, Lituania, Polonia, Estonia y Letonia las estatuas de Lenin y Stalin, así como otros diversos monumentos soviéticos, cayeron durante los años que siguieron a sus respectivas independencias. El fenómeno se replicó en los antiguos países yugoslavos tras la caída del régimen socialista y en tiempos más recientes se pudo observar el derrumbe de estatuas de Sadam Hussein durante la Guerra de Iraq.
Todos estos actos, objetivamente vandálicos, fueron aplaudidos por el mundo libre y por amplios sectores dentro del espectro político; cosa muy diferente sucedió a lo largo de este año con el derrumbe de estatuas en Estados Unidos, Europa e incluso América Latina como parte del movimiento Black Lives Matter, cuyos exaltados voceros proclamaban como actos de reivindicación y purificación social y política.
¿Por qué mientras se aplaude la destrucción de los colosos totalitarios se mira con horror la destrucción de las efigies de los otrora hombres ilustres? Para muchos el apoyar o no el derrumbe de monumentos es una cuestión de pura afinidad política, los de derechas aplaudirán la caída de regímenes de izquierda mientras que reprocharán la destrucción de sus ídolos culturales e históricos mientras que lo mismo sucederá a la inversa con los afines a la izquierda.
Cada uno de los derrumbes tiene una razón y un objetivo distinto. El primer caso se caracteriza por dos elementos: que dichos monumentos han sido creados por un gobierno del que no hay dudas respecto a su maldad; y que todos estos actos vandálicos se dan cuando los sufrimientos y las opresiones han sido recientes, cuando el conflicto se encuentra vigente.
La destrucción de monumentos de forma inmediata tras la caída de un régimen opresor es un acto catártico de liberación. Es el exorcismo del pasado reciente cuyos efectos todavía están frescos y es realizado por personas que han experimentado en carne propia el dolor que causó el sistema que dichas estatuas elogian.
Cuando cayó la Unión Soviética no existía un solo europeo oriental que no hubiera experimentado el horror del mundo comunista. Los que derribaban a Lenin y a Stalin no lo hacían movidos por un celo justiciero producto de la lectura de la historia, sino por la primitiva explosión de odio y agresión producto de años de dolor y humillación que por fin podían ser vengados.
El elemento central que justifica estos actos es la vigencia, la actualidad, del conflicto que se busca resolver. Nadie puede cuestionar la maldad de los opresores, y quién lo haga será rápidamente acallado por la multitud de personas que mediante experiencias de primera mano pueden demostrarlo.
Pero es este mismo elemento de temporalidad el que distingue este caso del siguiente. La oleada iconoclasta que se experimenta en la actualidad no es única en la historia, sucedió antes y durante la Revolución Cultural China, durante el régimen comunista del Khmer Rouge y hasta cierto grado durante la Reforma en México. En todas estas épocas grupos de exaltados se lanzaron a la destrucción de edificios, estatuas y obras de arte con singular rabia y celo justiciero, con una característica sumamente particular, su violencia no se limitaba a eliminar los productos de sus inmediatos predecesores, sus “opresores”, sino que se extendía de manera indefinida hacia el pasado y se ejercía contra todo aquello que se consideraba peligroso, hostil o pernicioso a los principios que ahora se propugnaban.
En el México de la Reforma los liberales no tuvieron empacho en destruir fachadas barrocas, edificios virreinales e Iglesias coloniales, todo lo que fuera “conservador”, “católico” o “español” se consideró un símbolo del pasado oscuro del país y, por lo tanto, condenado a desaparecer para abrir espacio a la modernidad.
Todos estos regímenes y movimientos actuaban premeditadamente, su objetivo no era sólo eliminar la memoria del vencido o del enemigo, sino la proclamación de nuevo orden que solo podía hacerse mediante la destrucción total y absoluta de todo lo pasado, sin importar si este se extendía por cientos de años. Este es el mismo fenómeno que se observó durante la destrucción por igual de estatuas de generales confederados, conquistadores, monjes y toda suerte de hombres ilustres que poco o nada tienen que ver con el problema de hoy en día por dos sencillas razones. Primero, la mayor parte de estos hombres murieron hace cientos de años (una excepción es Winston Churchill quien de todas maneras murió hace más de 50 años) y segundo, ninguno de los iconoclastas modernos sufrió de manera directa la supuesta maldad de estos hombres.
Ninguno de los jóvenes que vandalizó las estatuas de Colón lo conoció o fue esclavizado por él, de la misma manera que ninguno de los que atacó la efigie de Churchill en Londres sufrió por alguna de sus políticas. Así, es en este punto en el que naufragan todos los argumentos de estos grupos: lo que hayan hecho o dejado de hacer estos hombres en su momento pertenece al pasado y a la historia, y si los hombres de su época no tuvieron la necesidad de destrozarlos o condenarlos al ostracismo no existe entonces ninguna justificación para que décadas después un externo lo haga.
Además, si aceptamos esta corriente de enmendar al pasado a punta de explosivos no tardaremos mucho tiempo en destruir los cimientos de toda nuestra existencia, pues no existe hombre ni institución incorrupto en el mundo. Por lo tanto, quien antes era grande puede ser fácilmente identificado como genocida, belicoso, homofóbico o racista bajo los parámetros actuales y su legado (sobre el que estamos parados) desechado de un plumazo.
Una vez que ha pasado la vigencia de un conflicto y han muerto aquellos que lo vivieron, no existe razón alguna para desenterrarlos y pretender alzarnos como jueces, juzgadores y ejecutores de quienes nos precedieron y no vieron motivos para escarnio público en su momento.
Así pues, hay de estatuas a estatuas y de derrumbes a derrumbes. El que uno se aplauda y otro se reproche y mire con recelo no es por un simple tema de afinidades sino por lo que representan y lo que auguran: uno promete un futuro que aprende de los errores del pasado, el otro impone un futuro sin pasado y sin memoria, sólo con rencores y violencia.