Construir desde el principio

Pareciera que la humanidad está orgullosa de los logros alcanzados en la modernidad y la posmodernidad. Los avances científicos y técnicos que han propiciado la ampliación de los conocimientos a un nivel tal que ningún humano puede abarcar, cuando menos, los de su especialidad.
Al mismo tiempo, los avances se producen con tal velocidad, que tampoco es posible ir al paso de los mismos, lo cual provoca un atropellamiento tal, que no hay tiempo de asimilar una cosa cuando ya ha llegado lo que la sustituye.
El tema de la obsolescencia programada es tan evidente, que el descarte, como señala el Papa Francisco, se convierte en una dinámica de nuestro tiempo a la que muchos permanecen encadenados y difícilmente puede salvarse.
Pero todo este progreso, que marca la guía de la modernidad, lejos de producir un auténtico progreso para los seres humanos, se convierte en un adversario, pues, así como se introduce la lógica del descarte en la tecnología e, incluso, los conocimientos, las personas quedan atrapadas en esta vorágine y terminan trituradas, si no física, sí emocional, intelectual y espiritualmente. Por eso la depresión, la frustración y los suicidios ahí donde esta lógica impera.
La rapidez en los cambios deshumaniza la sociedad, y quien pretende mantener el paso, termina deshumanizado y aislado, sacrificándose a sí mismo y a los suyos en una pretensión que, a la postre, resulta inútil. Por eso el Papa Francisco demandó en su encíclica Laudato si’, disminuir el paso y analizar los efectos de una vida acelerada que pareciera no tener sentido ni fin, alterando la ecología humana, social y la de la naturaleza.
En este alto necesario, lo primero es volver la vista a sí mismo y a las personas, para revalorar el qué, el cómo y el para qué de nuestra vida. Esto significa que hay que volver al punto de partida, al principio de toda actividad humana, a fin de tasar el valor de lo que se hace a favor del desarrollo integral de las personas y del bien común.
Un punto de referencia, entre otros que podrían analizarse, es el amor, el auténtico amor entendido como la búsqueda del bien propio y de los demás. La sentencia evangélica de amar al prójimo como a sí mismo, encierra un reto profundo, pues implica el conocimiento de aquello a lo que se debe aspirar como un auténtico bien.
El amor propio indica lo que es necesario hacer para alcanzar la perfección a partir de la naturaleza humana y el fin para el que fuimos creados. Eso es lo que se entendería como el desarrollo integral de la persona, que mira a lo inmanente y a lo trascendente.
La comprensión de la propia naturaleza y el fin que se debe alcanzar, el hombre no solo busca su propio bien. Los seres humanos somos sociables por naturaleza, estamos en permanente relación con Dios, con el prójimo e, incluso, con el entorno que nos rodea.
Por ello, parte de la perfección personal pasa por el servicio a los semejantes para que ellos también se perfeccionen. Esto es el verdadero amor en sus dimensiones de eros, philia y agapé, según explicara el Papa Benedicto XVI, un amor que inicia en la familia y tiene una fuerza expansiva y que en su expresión social más alta es el amor por el bien común. Todo ello conlleva y aspira a la realización de la civilización del amor.
Por eso es necesario volver a la familia. Ella ha sido definida como la primera célula de la sociedad y de su vivencia plena depende la salud social, de ahí que su perfección debiera ser una preocupación de todos.
Se podría afirmar que las llamadas familias disfuncionales son una especie de cáncer social que difícilmente contribuyen al bien común de la sociedad en tanto que ellas no pueden alcanzar su propio bien, y nadie da lo que no tiene.