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Bien, verdad y política

por | Política

En un régimen democrático y plural, hablar de la verdad y el bien pudiera parecer un anacronismo. Más aún, podría interpretarse como la imposición de unas convicciones morales específicas sobre quienes piensan diferente. Incluso algunos autores como Richard Rorty o John Rawls insistieron en que una democracia requiere como condición indispensable el abandono de cualquier fundamentación metafísica, a fin de evitar el dogmatismo que haría imposible la convivencia entre cosmovisiones distintas.

Esa postura fue severamente cuestionada por el recientemente fallecido Benedicto XVI. Desde antes de que llegara al trono de San Pedro, Joseph Ratzinger insistió en que una democracia que careciera de fundamentos éticos y de una definición clara sobre lo verdadero y lo bueno podía degenerar en un totalitarismo, porque sin verdad el hombre pierde el sentido de la vida y queda a merced de los más fuertes.

Ratzinger aseguraba que esta verdad sobre el bien que ha sido alcanzada mediante una razón iluminada por la fe puede dar origen a convicciones morales comunes sin las cuales no es posible la democracia.

De la restauración de un consenso moral fundamental dependerá la supervivencia de la sociedad y del Estado. Estos fundamentos son prepolíticos, porque no pueden estar sometidos a la decisión de las mayorías y porque sustentan a las instituciones y los mecanismos democráticos. Entre estas verdades prepolíticas están las cuestiones fundamentales en las que está en juego la dignidad de la persona y sus derechos fundamentales.

Un acontecimiento reciente ilustra bien esta disertación. Hace algunas semanas, el Tribunal Constitucional español avaló la ley del aborto promovida en 2010 por el entonces presidente José Luis Rodríguez Zapatero. Esa ley dispone que el aborto es legal siempre y cuando se realice durante las primeras catorce semanas del embarazo; al fijar un plazo máximo para realizar el aborto, sustituye a la anterior ley, que establecía supuestos en los cuales no era punible esta práctica.

El presidente del Partido Popular, Alberto Nuñez Feijóo, declaró que esta ley de plazos, que su propio partido había recurrido ante el Tribunal Constitucional trece años atrás, formaba parte del consenso mayoritario de la sociedad española e iba en línea con la legislación de otros países europeos, por lo que la norma le parecía “correcta”.

La argumentación del principal líder opositor y muy posiblemente próximo presidente de gobierno de España es muy clara: lo que hace que algo sea correcto es el consenso, tanto interno –una mayoría de los ciudadanos— como externo –una mayoría de los países con los que se tiene una relación estrecha—. No hay, pues, una deliberación acerca de si la norma en sí misma es buena o mala, justa o injusta. Se renuncia a la aprehensión de la verdad, solamente se busca la certeza. Se deja de lado lo verdadero por aspirar solamente a lo correcto. Quizá el señor Feijóo, con esa misma lógica, justificaría las leyes racistas de la Alemania nazi: contaban en su momento con un amplio consenso social.

Esta visión relativista conduce inexorablemente al nihilismo. Da igual si algo es bueno o malo, siempre y cuando tenga el consenso de una mayoría.

Con enorme contundencia, el filósofo español Alejandro Llano ha insistido en que sí es posible reconciliar la búsqueda de la verdad en la política con la diversidad de opiniones: precisamente, el pluralismo reconoce los diversos caminos que la libertad sigue en su búsqueda de la verdad política.

Alejandro Llano está convencido de que el recto ejercicio de la inteligencia permite abrigar la esperanza de que se pueda acceder a la verdad en el ámbito social, con espacios para discrepancias razonables en las cuestiones prácticas. El agnosticismo y el relativismo, en cambio, sólo aspiran a un vacío consenso fáctico, a una ética meramente procedimental, una ética de reglas mas no de bienes ni de virtudes. Esto excluye la noción de bien común y la sustituye por la de interés general. Esta postura es claramente incompatible con los planteamientos humanistas que consideran a la persona como el centro de toda la actividad política y al bien común como el fin del Estado.

Al abandonar la razón, el hombre posmoderno privilegia sus sentimientos y emociones como únicos referentes éticos. Piensa que su voluntad es ilimitada y que la comunidad política debe respetar e incluso garantizar cualquier deseo que ahora se presenta como derecho.

Esa visión está sustentada en la creencia de que la existencia precede a la esencia, y no al revés. En efecto, desaparecida la verdad como fin último alcanzable, sólo resta la mera percepción como elemento constitutivo de la realidad. Así, podría decirse que un avión es una mesa porque no existe un parámetro objetivo que dote de significado al significante.

Una democracia que renuncie al bien y a la verdad es una democracia vacía de contenidos: es un mero armazón de reglas formales y procedimientos que está expuesta a los peligros de la demagogia y la irresponsabilidad.

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