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Ante el Posthumanismo IV

por | Filosofía

La Sagrada Escritura presenta a Dios en el paraíso creando al hombre como culminación de su obra, señalándole en medio del jardín del Edén dos árboles de los cuales debería abstenerse de comer: el árbol del bien y del mal y el árbol de la vida. Instigados por la serpiente comieron del primero para “llegar a ser como dioses”; las consecuencias las conocemos, la condición humana herida en su actual capacidad.

Del árbol de la vida no comieron, ya tenían vida en plenitud; pero muchos siglos después sus descendientes están ávidos de comer del él para apoderarse de su secreto y vencer a la muerte, el último límite del poder del hombre que lo equipararía con el Dios que da la vida. Entonces ese Dios fetiche ya no sería necesario para regir y ordenar la creación, el hombre devenido en Dios sería por fin su propio y verdadero Dios.

Para lograrlo un optimismo desmesurado campea en el mundo científico desde hace siglos: dominada la última pandemia se encuentra mejor preparados para evitar la siguiente, el remedio al cáncer se encontrará antes de una década, la ingeniería genética trabajará pronto en el ADN y podrá sintetizarlo desde cero; la medicina personalizada inmunizará a las personas de las enfermedades, se fabricarán humanos por pedido, se intervendrán los cerebros para funcionen sin error, los cyborgs creados superarán a cuanto hombre haya visto la humanidad, la inteligencia artificial y las supercomputadoras cuánticas dominarán el universo; tarde o temprano, quizá en cincuenta o cien años, el último obstáculo para tener el paraíso en la tierra: la muerte, será por fin erradicada. A los timoratos les parecería o un sueño o una locura, pero para la élite de la ciencia y sus dueños es la meta de largo plazo que los mueve.

Sin embargo no toda ha sido miel sobre hojuelas, la misma ciencia ha creado en su camino un grave problema: durante el siglo XX sus avances produjeron una explosión demográfica sin precedentes, gigantescas masas pauperizadas ocuparon la tierra como un pasto seco ideal para propagar peligrosos incendios; multitudes imposibles de dominar pululan en varios continentes, su vertiginoso consumo de recursos los sustrae del que los centros de poder demandan, la adopción de tecnología por quienes no sabrían usarla “adecuadamente” se ha convertido en una amenaza; era pues urgente un cambio de estrategia.

En su camino para ese logro supremo los científicos han ido aprendiendo de sus errores  y perfeccionando sus métodos; comprendieron que para erradicar a las masas hacían falta métodos más sutiles, pues muchos hombres se resistían a su poder y estaban dispuestos a matar y a morir antes que abandonar sus creencias y posesiones. Esa actitud rebelde era un elemento distorsionador del proyecto para construir una nueva humanidad que pudiera llegar a la inmortalidad.

No todos los humanos serían dignos de tan precioso don, se trataría de un posthumanismo selectivo, en el que no caben todos indiscriminadamente. Se había vuelto imperativo corregir el derrotero actuando simultáneamente en dos frentes: acelerando el progreso científico y acotando el número de quienes pudieran disfrutarlo.

Para lo primero están a su disposición ingentes recursos económicos: fundaciones altruistas, empresas visionarias y fondos públicos para institutos de investigación y universidades destacadas. Una bien organizada red de incentivos económicos, premios y publicaciones ha sido creada para identificar y cooptar a los mejores talentos quienes, por regla general, son personas apasionadas de la ciencia, sin grandes pretensiones económicas o de poder, y que a cambio de tener las herramientas y laboratorios que necesitan para sus estudios se encuentran satisfechos con poco dinero. Las élites dirigentes del mundo, sus intelectuales, los complejos militares y de inteligencia son los destinatarios y usuarios de los conocimientos generados.

Las investigaciones se dirigen a profundizar en el funcionamiento del cerebro, entender cómo se generan las ideas y los impulsos emocionales, como se relacionan las personas, el miedo y el placer, cómo se divierte la gente, cómo ocupa su tiempo libre, como se diseminan o rechazan ciertas ideas.

Sus herramientas van probando su eficacia, como se ha comprobado con la teoría de la “Ventana de Overton” con la que ha logrado cambiar en dos décadas el pensamiento sobre temas antes rechazados como las conductas sexuales, la homosexualidad, el concepto de la libertad y el derecho en múltiples campos.

Se ha logrado dominar las sutilezas de los lenguajes no verbales y aplicarlo a sus producciones audiovisuales, se adaptan los contenidos a las diferentes audiencias y a través de la omnipresencia de las pantallas se conduce a gran parte de la humanidad por los caminos que los llevan a las conductas deseadas. El Sexo estéril y trivializado se ha convertido en un producto de consumo, música e imágenes que despiertan comportamientos específicos, sentimientos grupales “correctamente” conducidos, disolución de los lazos familiares en medio de un alud de uniones posibles, desmantelamiento individualista de las comunidades y pueblos, el hombre convertido en un átomo suelto con simples conexiones esporádicas con sus semejantes como en transacciones comerciales, indiferencia ante el pobre, el viejo, el que sufre.

Añádanse los grandes centros de comunicación diseminando los temas, modas y enfoques políticamente correctos, coreados y repetidos hasta la saciedad, creación de tendencias en las redes sociales invisibilizando a algunos y sobrexponiendo a otros, programación vacua para el consumo de personas que no leen, agotados por sus trabajos, y que solo esperan escapar del aburrimiento de una rutina que no lleva a ningún lado. La implosión demográfica ya no se impone por la fuerza, sino por la convicción del aborto como un derecho, la renuncia voluntaria a criar hijos para no contribuir al desastre ecológico o privarse de las comodidades que teóricamente permite un mayor ingreso disponible. Más libertad dirían algunos, más crédito para poder consumir responderían otros. Para los menos favorecidos, los parias del submundo, están el control natal forzoso, las hambrunas y las guerras de exterminio.

La teórica posibilidad de una inmortalidad rodeada de seguridad y comodidades haría que el hombre recuperara el paraíso del que injustamente fuera expulsado. Dominadas por la ciencia las leyes del universo caería el mito de un Dios al que se invoca y que no responde, y que como explicaron los profetas de la nueva humanidad Hegel, Marx, Comte, Nietzche, no fue sino la creación de unas mentes débiles y subyugadas, incapaces para dominar el mundo y su propio destino.

A mayor ciencia menos religión, ante la inmortalidad, el fin de la angustia y los miedos ante fantasmas como la culpa y la condena eterna. Los espíritus fuertes tomarían su propio lugar en el universo, sin tener que estar atendiendo a argumentaciones teóricas de carácter metafísico. La ciencia serviría para transformar el mundo, no para responder preguntas absurdas sobre un imposible sentido último y extraterrestre, sino para modelarlo y dominarlo, pues es el único que podemos tocar, medir, contar y pesar. El ¿por qué? dará paso definitivo al ¿cómo y el para qué?, las interrogantes antiguas quedarán pacíficamente sepultadas.

En el mundo de los hombres inmortales los cristianos entenderían que el cielo anhelado se realiza en la tierra, que “seréis como dioses” era la verdadera promesa, que se habría cumplido el mandato de ser perfectos, que el paraíso se arrebata a viva fuerza, que el amor fraterno se realiza aceptando todo y a todos sin juzgarlos, que el evangelio es el periódico del día, la oración el goce de una naturaleza perfecta y sin los abusos humanos. Habrá si, un sistema social con menos libertades, fraterno, pero con todos igualmente felices.

En ese contexto las almas se retirarían calladamente de los hombres, ya no habría dónde ir, no irían a un Dios que no saben si existe ni esperarían algún día un veredicto final: lo finito no existiría para los hombres, el alma inmortal no tendría a donde ir. De la mano de Gustave Thibon nos encontramos con estos planteamientos desgarradores y que interpelan a las conciencias cristianas ¿Dónde estará Dios entonces, si es que existe? Dios se habrá sumido en el silencio, ni habla ni le hablan, ha sido callado, desterrado para siempre de la vida humana. ¿Para qué servirá?

Los millones de muertos de cuando la humanidad era mortal ¿estarán disueltos en la nada?, entonces ¿qué será esa sensación que de repente envuelve a ciertas personas? ¿esa especie de añoranza por algo que racionalmente no existe? ¿qué será esa sensación de que todo está resuelto, que no hay que preocuparse por nada, en que las certidumbres llegan a abrumar?, ¿qué será eso que los antiguos llamaban libertad, esa potencialidad de escoger, de establecer un guion propio, de enfrentarse a lo que puede ser incierto, desconocido o peligroso?, ¿de perder lo que se tiene, de verse enfermo e indigente?

Antes los mortales reñían ferozmente, se odiaban y mataban, era infieles y despiadados, podían blasfemar, reñir a Dios, cierto, pero también podían morir y antes de hacerlo pensar en reconciliarse, pedir perdón, implorar. ¿Qué de esto conocerían los inmortales?

En la protagonista Amanda se abre una enorme brecha, llega a la locura de desear morir. Piensa que la condición para que hubiera un amor sin fin, capaz de asumir todo el mal, necesariamente tendría que haber un amor infinito, para siempre, como el que ella desea para sí y para su amado. Quizá allá en un oscuro lugar habría un Dios que se encuentran solo, impotente, pobre, desvalido, olvidado, pero que es su aparente nada se ofrece y espera a los que han dejado de morir.

Ella decide jugársela asumiendo el riesgo de equivocarse, de creer sabiendo que cabe la posibilidad de fracasar, dejarse llevar por una incertidumbre que no podrá colmarse si no se muere, y así, debilitándose paulatinamente, rodeada de sus familiares y los científicos que con frases falseadas del evangelio y de la ciencia tratan de curarla de su locura. A los desconsolados padres les ofrecen un avatar idéntico en todo, pero saben que es una copia, que no es ella. Finalmente se sumerge en la incertidumbre de la muerte y en el trance final arrastra a su amado que muriendo la tendrá auténticamente viva para siempre, una enorme brecha se ha abierto en el mundo de los inmortales.

Esta escena nos recuerda, al igual que la de Graham Green, cuando el último cristiano muere a manos de su verdugo. Éste, consumada su obra se pregunta ¿y si este hombre tuviera razón? y asistimos entonces al nacimiento del nuevo primer cristiano; o como la del Padre Elías con el último puñado de cristianos reunidos en Jerusalén están a punto de ser destruidos por los aviones enviados por el Rey del Mundo, contemplan aparecer a Jesucristo triunfante en el firmamento llevándolos transfigurados junto con toda la Creación a aquella que no tendrá fin, a la Jerusalén celeste en donde vivirán en Dios por los siglos de los siglos.

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