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¿Revivir a la izquierda?

por | Política

En estos días de crisis y cenizas volcánicas, presentarse como alguien que simpatiza con la ideología de izquierda implica, casi automáticamente, ser encuadrado como “cuatrotero” o lopezobradorista.

Parece un lugar común decir que los gobiernos que emanaron del hoy agonizante (¿difunto?) Partido de la Revolución Democrática y, después, del Movimiento de Regeneración Nacional, son la expresión de la izquierda mexicana. Roger Barta, sin embargo, ha sido enfático en aseverar que, contra la opinión mayoritaria, López Obrador y su movimiento representan una versión bastante radical de la ideología de derecha.

Si bien, por otro lado, hoy se cuestiona la utilidad del espectro izquierda-derecha para estudiar la política, en este espacio me gustaría tratar de defender la afirmación de Barta, que me permitirá también defender la auténtica ideología de izquierda como un elemento indispensable para todo régimen democrático.

 

I

 

¿Qué entendemos, pues, por “izquierda” y “derecha”? Partamos del truismo de que, hoy, estas categorías pueden significar todo y nada, siendo dos de los conceptos más manoseados en la jerga política actual. Sin embargo, creo que es posible pensar a través de estos conceptos si se les define en términos axiomáticos elementales. Hagamos, pues, un breve ejercicio de definición que nos ayude a distinguir políticas económicas y políticas sociales en un determinado espacio social.

La derecha puede ser expresada en términos de lo dicho por el gran teórico inglés, crítico de la Revolución Francesa, Edmund Burke (1729-1797), quien definía a toda sociedad política como un contrato entre quienes están vivos, quienes los antecedieron y quienes habrán de venir. Este contrato está cifrado no en términos racionalistas, como en el liberalismo, sino respecto de la transmisión de una cultura común que permite a una sociedad ser quien es—que podríamos llamar principio de continuidad. En estos términos, decir “derecha” implica llamar a la conservación de una tradición que nos permite una visión de largo alcance: no somos sino enanos en hombros de gigantes. Al conservadurismo lo complementa la prudencia y cautela respecto de todo ánimo reformista, la veneración del pasado como la fuente de derechos y obligaciones—en este sentido, Burke cuestionará la idea de derechos humanos, contraponiendo a esta la de derechos ingleses—así como ideas sobre la naturaleza, entendida como un cosmos cuyo orden es reflejado por la sociedad política y la importancia de la religión como estabilizador social.[1]

La izquierda parte de principios completamente distintos. Contra la idea de continuidad, esta propone la ruptura, específicamente refiriéndose a estructuras de opresión y marginación que se han petrificado en el tiempo hasta llegar a ser consideradas como algo “natural”.

La izquierda parte de la idea de que las sociedades están diseñadas, al menos parcialmente, para beneficiar exclusivamente a una parte de la población en detrimento de la mayoría, y que será solamente la actividad política y, no pocas veces, revolucionaria de los menos aventajados, la que logrará nivelar la balanza de la historia.

Desde los socialistas utópicos como Owen y Saint-Simon a los socialistas históricos como Marx y Engels, la izquierda plantea la necesidad de una política permanentemente disruptiva, que revele las estructuras de opresión y poder encarnadas en una sociedad (piénsese en Foucault), así como la necesidad de su crítica continúa—como lo planteará, por ejemplo, la escuela de Frankfurt, de Adorno y Horkheimer. La izquierda será, así, progresista, opositora y reformista por su propia naturaleza, anteponiendo las necesidades, derechos y libertades de la mayoría oprimida al statu quo que defienden quienes se han beneficiado históricamente de las jerarquías sociales. En el Manifiesto del Partido Comunista, Marx responde con exquisita ironía a quienes critican su propuesta de abolir la propiedad privada burguesa: “Les horroriza que pretendamos acabar con la propiedad privada, pero en la sociedad actual, la propiedad privada ya ha desaparecido para nueve décimas partes de la población. En una palabra, nos reprochan que pretendamos acabar con su propiedad”.[2]

Cerremos esta sección con una reflexión sobre las patologías de ambas ideologías políticas, recordando que toda ideología, por su propia hechura, contiene siempre partes de verdad que, no obstante, obscurecen y ocultan otras partes de la realidad social y de la existencia humana. Cuando la derecha lleva al extremo sus ideas, cae en un exacerbado culto a la propia nación, volviéndose contra el extranjero y la diferencia, esto es, promoviendo el cierre de fronteras, la xenofobia y hasta la persecución a los migrantes y otros grupos que llegan, en el extremo, a ser considerados como “inferiores” y “descartables”. Igualmente, la derecha radical, sobredimensionando la importancia del orden, la tradición y la autoridad, ha sido culpable de experimentos asesinos como el nazismo alemán y su glorificación de la sangre y del pueblo ario (Volk). En términos económicos, el conservadurismo puede justificar la acumulación de unos cuantos a costa de la mayoría en nombre de la absoluta libertad. Estas ideas las encontramos hoy, por ejemplo, en el llamado White Christian Nationalism, que no es sino la radicalización del ethos conservador que, utilizando al cristianismo, propone una política rabiosamente racista que privilegia a una porción de la población norteamericana, a saber, los “auténticos” estadounidenses, varones caucásicos, europeos y (al menos en apariencia) cristianos.[3] Ahora bien, por lo que toca a la izquierda, el ánimo de permanente reforma, oposición y resistencia a la autoridad puede fácilmente llevar al anarquismo, del que Bakunin es quizá el ejemplo más interesante. Sin embargo, el anarquismo es un problema menos frecuente. La izquierda radical tiende con mayor frecuencia a apostar por la destrucción del orden social movido por la promesa que recibe de un caudillo o líder carismático, que promete traer el cielo sobre la tierra a cambio de la adhesión total del pueblo. Estos caudillos se presentan como la voz del pueblo, seres casi angelicales carentes de intereses individuales, cuya única intención es salvar al pueblo de las garras de oligarquías rapaces que han conspirado desde tiempos inmemoriales para sojuzgar y empobrecer al pueblo bueno y engañado. La visión radical de la izquierda es visible, claramente, en el terror de la máquina comunista de Stalin, donde el partido, una vez socializados los medios de producción, jamás dio el paso decisivo para instaurar una sociedad sin clases, ni siquiera logrando una redistribución seria.

Derecha e izquierda, en su versión moderada, presentan ideales fundamentales para la vida en común: continuidad, orden, prudencia y respeto a las tradiciones de la comunidad, por un lado; cambio, reforma, igualdad y promoción de los menos aventajados, de otro. En sus versiones radicales, ambas se convierten en espectros de muerte, siempre dispuestos a aplastar a quien contradiga el sueño distópico de una sociedad tremendamente homogénea donde no haya cabida para el distinto, o bien la distopia de una sociedad universal. En ambos casos, debe ser evidente, la enfermedad de la política conduce a negar al individuo, ya por un exceso de localismo que termina por hacer imposible la admisión de lo distinto, ya por un exceso de universalismo que borra todo rasgo individual, toda autenticidad en el ser humano.

 

II

 

Nuestra discusión nos permite ahora pensar nuestro tiempo y, en particular, el actual gobierno en México, en términos del espectro izquierda-derecha. Podemos decir, de forma sucinta, que no obstante que el actual presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, ha tildado incansablemente a su gobierno como el de “primero los pobres”, la actual administración se ubica mucho más cerca del radicalismo de derecha que de la izquierda moderada.

En primer lugar, además de que el actual gobierno no ha cumplido su promesa de ser una administración volcada al auxilio de los menos aventajados—de acuerdo con CONEVAL, la pobreza extrema aumentó, entre 2018 y 2020, de 7.2 a 8.5 por ciento de la población mexicana, es decir, de 8.7 a 10.8 millones de personas[4]—el sistema clientelar, favorito de la actual administración, está diseñado para mantener una base electoral cautiva, y no para sacar a la gente de la pobreza. Las dádivas no etiquetadas, en forma de transferencia directa, que el gobierno entrega a grupos vulnerables, han demostrado ser absolutamente ineficaces para sacar a los pobres de su condición, logrando, eso sí, crear una base electoral cautiva que asegura el voto al gobierno paternalista, cumpliendo la profecía del propio López Obrador: con los pobres, un gobierno populista va a la segura.

En segundo lugar, el lopezobradorismo es todo menos progresista. Su discurso alienta un conservadurismo férreo, apoyándose en mitos y hasta supersticiones populares; en la práctica, el gobierno actual ha clausurado el disenso al punto de convertir a nuestro país en uno de los más peligrosos para ejercer el periodismo; el gabinete, esto es, el círculo inmediato al presidente, está conformado por ideólogos fieles a la religión presidencial antes que por funcionarios públicos responsables, y al “amén” exigido se contrapone el exilio (la excomunión política) de todo aquel que osa contrariar al líder—allá, empolvados de olvido, encontramos los nombres de Romo, de Urzúa, de Clouthier y un largo etcétera; peor aún es la inequívoca política lopezobradorista de debilitar, hasta extinguir, toda institución que goce de autonomía y que, por ende, esté fuera de la esfera de control del dictador, siendo la desaparición de varios organismos autónomos, y la rabiosa guerra contra el INE e INAI el ejemplo más escandaloso. El presidente no quiere ser presidente, sino autócrata, sueña con porfiriatos disfrazados de democracia, detesta el progresismo, la réplica y el derecho al disenso, decantándose por un binarismo de buenos y malos, justos y pecadores, salvos y condenados; asimismo, el presidente desprecia la lógica democrática de la división y fragmentación del poder como mecanismo antitiránico, y sueña en cambio con el día en que su voz sea confundida con la voz del fantasma soberano, aquel que existe sin tener presencia alguna, aquel cuya voz es final pero sólo se manifiesta de forma mediada.

 

III

 

¿Por qué, para qué revivir a la izquierda? Defenderé aquí la idea de que no solamente es indispensable contar con una izquierda mexicana robusta, sino que, históricamente, el país perdió a su izquierda, si algún día la tuvo, hace décadas.

En tanto que ávida de permanente crítica y oposición, en tanto que dedicada a las grandes defensas de la libertad, la izquierda aparece hoy como la gran ausente. En medio de un mundo de populismos que reducen la realidad social y política a la confrontación entre dos bandos irreconciliables que, en última instancia, reclaman cada uno la legitimidad absoluta sobre un determinado territorio; en medio de un mundo en el que las fake news hacen cada vez más difícil la acción política ciudadana, el enfrentamiento con el poder a partir de la argumentación y la demostración de sus errores, excesos e inquinas, la vocación de izquierda aparece como un foco indispensable para la democracia. Nos urge una izquierda inteligente, rebelde a los argumentos de autoridad—¡y cómo no observar esa losa autoritaria, por ejemplo, en la imposibilidad actual de decir nada contra la ideología de género como un todo, de pensar el problema, de decir algo que no sea la absoluta sumisión al tótem del “todo se vale mientras por ‘todo’ se entienda lo que yo pienso y defiendo—, una izquierda activa, que saque a la población y la inflame, defendiendo el derecho de hablar, de pensar, de exigir, de asociarse en aras de generar una miríada de puntos desde donde se ejerce el poder.

La izquierda es necesaria siempre que las sociedades comienzan a enquistarse, a reducir la diferencia presas del miedo, cuando las comunidades huyen del problema del otro a través del error totalitario de soñar con una sociedad transparente a sí misma, sin divisiones ni fracturas ni clivajes.

La izquierda es absolutamente indispensable hoy que nuestro país está en llamas no sólo por la violencia organizada que se ejerce fuera del monopolio estatal, sino en llamas de odio fratricida, odio de un mexicano contra otro por la burda aceptación del binarismo de un antidemócrata que capturó el Ejecutivo y amenaza hoy con lanzar al país a un abismo de autoritarismo, confrontación, resentimiento y violencia disfrazados de aquella justicia harto esperada y merecida por el pueblo bueno.

La izquierda, la auténtica izquierda, es rebelde a la autoridad, no lambiscona; crítica y muerde la mano del poder, resiste la lambisconería del converso al credo populista; promueve la confrontación de ideas, a veces, incluso, por el simple placer de la confrontación, y a través de esta es capaz de hacer despertar al animal anquilosado de la democracia. Ahora bien, la izquierda no lo es todo, es solamente una parte. Sin la derecha, sin la saludable honra de la tradición, las leyes e instituciones; sin la prudencia que nos permite realizar cambios racionales y razonables; sin el respeto a la historia de un país, la izquierda rápidamente deviene en sed de destrucción por la destrucción misma. La democracia, cuando funciona bien, da lugar a una multitud de corrientes que, dentro del espectro izquierda-derecha, son capaces de presionar, balancear, negociar y tensar las cosas públicas a fin de que nadie tenga nunca todo el poder. Es ahí, solamente ahí, en su carácter anti tiránico, que la democracia se convierte en el régimen político por excelencia de las comunidades libres. Y, respecto de este ideal, hoy estamos cada día más lejos.

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[1] Edmund Burke, Reflections on the Revolution in France, Indianapolis: Hackett, 1987.

[2] Karl Marx y Friedrich Engels, “Manifesto of the Communist Party”, en Robert C. Tucker, ed. The Marx-Engels Reader, New York: W.W. Norton & Company, 486.

[3] Véase los extraordinarios estudios de Philip Gorski y Samuel Perry, The Flag and the Cross: White Christian Nationalism and the Threat to American Democracy, New York: Oxford University Press, 2022, y de Nancy MacLean, Democracy in Chains: The deep history of the radical right’s stealth plan for America, New York: Penguin, 2018.

[4] https://www.coneval.org.mx/Medicion/Paginas/PobrezaInicio.aspx

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Autor

  • Juan Pablo Aranda

    Maestro y doctor en ciencia política por la Universidad de Toronto; licenciado en la misma disciplina por el ITAM. Actualmente es profesor investigador en la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (Upaep), donde también funge como director de Formación Humanista. Miembro (candidato) del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) desde 2022.