Perú en su hora más difícil

La victoria presidencial del candidato marxista Pedro Castillo en Perú es una mala noticia para quienes defienden un orden social de promoción auténtica de la dignidad de la persona y los derechos que de ella derivan.
Pero si de algo no se le puede acusar a Castillo Tenorio, es de haber mentido, porque él fue absolutamente transparente es su campaña al sillón presidencial.
Prometió cambiar la Constitución por una más estatista, y también nacionalizar determinados sectores estratégicos. Prometió aranceles para «proteger» la producción nacional, desactivar la Defensoría del Pueblo, y disolver el Congreso si este se oponía a sus reformas. Además, su partido político —Perú Libre— acusa a la Iglesia Católica por considerarla cómplice y aliada de los poderes económicos y propugna «abolir el Concordato con la Santa Sede«.
Entonces ¿esta elección demuestra que, 30 años después, Perú ha olvidado los capítulos populistas de su propia historia, cuando gobiernos de izquierda sumieron al país en la calamidad social y el desastre económico? La respuesta no es fácil.
Hay que considerar primero que, dos semanas antes de las elecciones, Castillo no figuraba entre los favoritos en las encuestas de intención de voto, que él pasó a la segunda vuelta solamente con el 18.9% de votación, y que tuvo que medirse en el ballotage con la candidata que mayor anti-voto genera por arrastrar la mochila pesada de un partido político acusado de corrupción y violación de derechos humanos.
Por ello los analistas peruanos más agudos consideran que el voto por Castillo (quien ganaría con una diferencia de 40 mil votos) no puede considerarse la decisión mayoritaria por un modelo económico y político de tipo marxista-leninista, tal como se define el partido político ganador.
Sería más bien un voto de descontento masivo ante una clase política corrupta (todos los presidentes peruanos de los últimos 30 años están sentenciados o acusados de corrupción y hasta fugitivos), un Estado ausente e ineficiente, y el egoísmo lucrativo de un sector empresarial mercantilista.
Todo esto parece haber sido el caldo de cultivo para una propuesta capaz de manipular la crisis económica causada por la pandemia del Covid y décadas de una educación estatal a manos de sindicatos de izquierda radical (como el SUTEP) que han alimentado la ignorancia y el odio en las nuevas generaciones de los sectores más pobres de la sociedad.
Según estos análisis este caldo de cultivo podría incluso haber sido intencionalmente dirigido en los últimos años por instancias de gobierno que —con premeditación— fueron llevando a Perú a un callejón sin salida.
Órganos políticos, legislativos, jurídicos, de justicia, e incluso entes electorales, todos copados poco a poco por operadores encubiertos de la izquierda, medios de comunicación que hipotecaron sus líneas editoriales en sintonía con la publicidad estatal de la que se hicieron dependientes, una crisis social y económica azuzada a propósito por autoridades que convirtieron a Perú en el país con los peores resultados en la gestión contra la pandemia con miles de familias que aún hoy día viven las horas más duras de la enfermedad.
¿Quién dirige sus esfuerzos a hacer de la pobreza y la crisis humanitaria su instrumento político para llegar al poder? Esta pregunta que hoy se hace Perú, parece ser la misma que se escucha en casi toda América Latina.