¿Cómo debe ser el nuevo orden social?

La Civilización Occidental Cristiana que, con todo y sus defectos, animó a Europa y llegó a Hispanoamérica con españoles y portugueses, coincidentemente con la reforma protestante, ya no existe.
Esta reforma abrió la puerta a un cambio profundo en la concepción cristiana de la vida y, aunque también tiene diversas expresiones teológicas y filosóficas legítimas, dio paso a formas de pensamiento ajenas a la trascendencia y conforme ha pasado el tiempo, al subjetivismo y al relativismo. Estos cambios penetraron en la vida social y son su característica actual. Por eso es que hoy, además del sano pluralismo social, se manifiesta un pluralismo ideológico que no siempre es compatible con la cultura cristiana.
El pluralismo ideológico en el que estamos inmersos es una realidad con la que convivimos y nos movemos, pero eso no significa que tengamos que aceptar como un absoluto que nos condiciona. Tampoco genera modelos de organización deseables.
Es por esto que a los cristianos les corresponde participar con propuestas desde el humanismo integral y solidario derivado de la Doctrina Social de la Iglesia para atender las necesidades de nuestro tiempo. Para ello hay que reconocer y recordar las raíces que dieron origen a la identidad de nuestras naciones, pues desde ellas se puede nutrir una nueva cultura que a su vez anime a otras sociedades a transitar por ese camino.
Cuando se buscaron las bases para la Constitución de la Unión Europea, cuya propuesta fue elaborada por Giscard d’Estaing quien omitió la referencia al pasado cristiano de Europa, numerosos intelectuales y el Papa Juan Pablo II insistieron en que se tomara en consideración las raíces cristianas del Continente. San Juan Pablo II hizo referencia a la necesidad de conservarla en Ecclesia in Europa. También se ha insistido que la superación de las rivalidades hacia la unidad europea tuvo como base estos principios. Así lo plantearon Robert Schuman, Alcide de Gasperi y Konrad Adenauer. El color y las estrellas de la Bandera de la Unión Europea tienen ese significado. Del mismo modo San Juan Pablo II hizo referencia a la identidad cristiana de América –aunque no católica- en Ecclesia in America.
La identidad cristiana referida por los Papas y políticos gestores de la unidad europea no implica necesariamente una uniformidad religiosa sino cultural; de valores y principios que fueron base de una forma social que actualmente se ha debilitado e incluso combatido y rechazado. De ahí se desprende la crisis social que el Viejo Continente vive en la actualidad.
Estos principios fueron heredados a América, como fruto de la evangelización y de la presencia de la Iglesia en el Nuevo Continente. El abandono de los mismos, dijo Pío XII en su primera encíclica, era la causa de los problemas que se vivían en la primera mitad del Siglo XX y que provocaron las dos guerras mundiales. Esto fue nuevamente señalado por Bendicto XVI a Alemania durante su discurso en el Bundestag.
Estos principios son un patrimonio de nuestros pueblos, y defenderlos, cultivarlos y expresarlos hoy no puede ser considerado como una posición fundamentalista de tipo religioso. Incluso pueden entenderse como el desarrollo de un patrimonio de nuestros pueblos.
Esta no es una posición reaccionaria, como algunos pretenden, sino una afirmación positiva de lo que somos. Es necesario conservar en la memoria de nuestros pueblos aquello que constituye nuestras raíces si no queremos traicionar nuestro pasado y frustrar nuestro futuro.
Ahora bien, esa raíz cristiana de los pueblos sí tiene un origen religioso, pues es fruto de la evangelización y de una fe inculturada que hunde sus raíces en la conciencia colectiva, incluso en quienes no creen pero viven en medio de una sociedad originalmente evangelizada, y que manifiesta de muchos modos esa herencia en la artesanía, la pintura, la música, la literatura, el derecho, la filosofía, etc..
Ciertamente esa identidad tiene que mantenerse, cultivarse y difundirse a través del tiempo si no se quiere que desaparezca. Es necesario reconocer que la modernidad tiene como una de sus características el abandono de ese pasado espiritual. Por lo tanto preservarlo y hacerlo evidente es uno de los compromisos de ayer y hoy de los cristianos.
Que la sociedad mantenga su identidad cristiana es algo verdaderamente importante. Mantener esos principios como animación de la vida social e inspiración en el derecho, la economía, las relaciones sociales, etc., no significa la búsqueda de un estado confesional como una propuesta válida para todos los hombres en tanto se adecue a las necesidades del lugar y del tiempo, sino una laicidad positiva que permita la organización del Estado con una auténtica libertad religiosa.
Lograr lo anterior es inculturar el Evangelio en las nuevas realidades y frente a las actuales y futuras necesidades de manera creativa. Ésta es una demanda que se repite insistentemente en el magisterio eclesial. Es una demanda dirigida insistentemente a los laicos después del Concilio Vaticano II y por los papas posteriores. Particularmente en Gaudium et spes y en Christi fideles laici, donde se explica cómo es necesario animar a las estructuras sociales con el espíritu del Evangelio. Se trata de una vivencia personal de la fe, no sólo ad intra de la persona, de la familia o de la Iglesia; sino ad extra con la propuesta evangélica, la búsqueda y difusión de la verdad, el testimonio y la introducción de sus principios y valores en la vida social, en el poliedro de la pluralidad que señala el Papa Francisco, o en el Patio de los Gentiles de Benedicto XVI.
El Papa Francisco (Fratelli tutti Cap. V) ha insistido particularmente en que esto se haga en la política concebida como servicio y como la más amplia expresión de la Caridad: en la búsqueda del bien común.