La deshumanización de la sociedad (Parte II)

La manifestación externa de la naturaleza y esencia humana es una vocación inherente al propio ser humano, de manera tan profunda que, aunque buscara hacer lo contrario, el propio hombre no sería capaz de lograrlo. Esto ya se adelantaba en el artículo anterior al afirmar que la forma más pura de ejercicio de esta vocación es el arte.
Para que el arte sea tal, debe ejercitarse de una manera que le permita lograr la finalidad última a la que está ordenado: la sublimación del alma humana mediante la observación y reflexión de todos los tipos de arte (pictórico, musical, escenográfico, literario, etc.).
En otras palabras, siendo la esencia del ser humano –además de sociable, como lo sabemos de sobra– trascendental, esto es, llamada a la eternidad y no a la inmanencia, el máximo objetivo de cada uno de los individuos es, en suma, la «eternización de la momentaneidad».[1] Una de las maneras más puras en las que se puede conseguir ese objetivo es precisamente la contemplación de una obra artística.
Si bien la apreciación del arte evoca en cada uno de los espectadores y agentes que participan –el creador de la obra incluido– sentimientos y afectos diferentes, es verdad que su objetivo primario es transmitir y evocar esa esencia propia que provoque al espectador un sentir sublime y, para lograrlo, es innegable que debe de tener algo que sea exactamente igual para todo aquel que lo perciba.
Este mínimo objetivo que toda obra tiene es, indudablemente, los principios y normas del arte –reglas de la estética, de la gramática, de la música, etc.– que permiten una apreciación generalizada de la belleza a la que siempre aspira.
Tomemos por ejemplo la estética. Esta ciencia no es una mera apreciación subjetiva ni una arbitrariedad personal, sino que la estética es la rama de la filosofía práctica[2] que tiene como objeto fundamental de estudio lo bello. Lo bello, por tanto, es una circunstancia que tiene algo de objetivo, pues, de admitir lo contrario se estaría diciendo que no es observable científicamente y, consecuentemente que la estética no es una ciencia propiamente y, por supuesto, no se puede afirmar sin más que la filosofía y las ramas que derivan de ella –en particular la filosofía práctica– no son una ciencia en toda norma.[3]
Otro ejemplo más: ¿qué sería de la música sin las normas del ritmo, melodía, tono y demás? ¿Acaso cualquier conjunción de sonidos (incluso arrítmica) podrá ser considerada como música, sólo por el hecho de que una –o varias– personas opinen que lo es? En definitiva, la respuesta debe ser negativa. Es por una razón que existen parámetros mínimos que se deben de seguir para lograr una apreciación profunda y sublime de las distintas composiciones.
Discurriendo en la misma línea podemos observar –más en nuestros días– que nos hallamos ante la corrupción del lenguaje (cuando menos del castellano), derivado de un postulado sostenido por un grupo no mayoritario que «el lenguaje es discriminatorio y debemos de volverlo inclusivo», aun pasando por encima de todas las reglas gramaticales y lingüísticas que a lo largo del tiempo se han formulado y asentado en el uso del idioma. Este fenómeno tiene una especial gravedad, porque busca desechar por un acto volitivo arbitrario un mínimo establecido no sólo para el arte, sino para la comunicación más básica entre hispanohablantes.
Asimismo, de seguir esta perniciosa corriente se estaría obviando la importancia de la profunda labor de los filólogos o, más aún, se despreciaría a la mismísima naturaleza del hombre en su expresión verbal como reflejo de la esencia de la persona en su plenitud.
Es así que nos acercamos a la raíz del problema que se planteó inicialmente: el arte, como la sociedad en general, se ha –y sigue– deshumanizado. Se presenta de forma perspicua las complicaciones y afectaciones que implican el relativismo tan marcado de nuestros tiempos: huir de las normas, principios y valores –filosóficos, gramaticales, estéticos, éticos, etc.– objetivos provoca que una apreciación personal sea más relevante que aquello que verdaderamente es bello, bueno, apreciable y sublime.
Para revertir la deshumanización del arte y, en consecuencia, la de la sociedad, es menester lograr una fundamental apocatástasis: volver a los primeros principios en los que se encuentran basados los valores que definen el sentido en el que transita el ser humano hacia la verdadera plenitud, lograda a través de la interiorización sublimada del individuo que lo lleva a su máxima intimidad.
——————–
[1] Cfr. De Unamuno, M., Del sentimiento trágico de la vida. Unamuno esgrime este concepto simple y, a la vez profundo, en el que resume que, si bien es cierto que la vida terrena del hombre está destinada inexorablemente a tener un final (la «momentaneidad»), también es cierto que, por la trascendencia propia del mismo hombre, éste está llamado a la eternidad y, por lo tanto, existe la forma de participar ya en este mundo de esa eternidad.
[2] La diferencia entre filosofía teórica y filosofía práctica radica en el enfoque que se otorga al estudio de las cuestiones analizadas. Por una parte, la filosofía teórica se dedica a reflexionar –en abstracto– las grandes interrogantes de la realidad misma, de ella se desprende, entre otros, la antropología, la ontología, la metafísica, etc.; por otra parte, la filosofía práctica estudia dichas realidades en relación con la acción del hombre y sus principales ramas son la lógica, la ética y la estética.
[3] De hecho, la filosofía se define de manera clásica como la «Ciencia de todas las cosas por sus últimas causas a la luz natural de la razón».
«Ciencia» se define como: Conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento, sistemáticamente estructurados y de los que se deducen principios y leyes generales con capacidad predictiva y comprobables experimentalmente (DLE). Puede, entonces, sin temor a equivocarse, encuadrarse a la Filosofía como una Ciencia.