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La deshumanización de la sociedad

por | Cultura, Filosofía, Política

Hace un tiempo (casi ya cien años), el gran filósofo y filólogo José Ortega y Gasset escribía un magistral ensayo de análisis estético: «La deshumanización del arte», en el que exponía que, desde ese entonces, las corrientes artísticas pertenecientes al llamado avant-gard –tales como el cubismo, el dadaísmo, la abstracción– se apartaban cada vez más de la naturalidad y del reflejo propio de la esencia de las personas, pasando de causar las más sublimes emociones a la más sencilla extrañeza.

Además, tomo de un muy buen amigo, colaborador asiduo de esta revista, la idea de que «la política y el arte son las más perfectas formas de humanidad».

Uniendo estas dos ideas radicales es que delíneo y empiezo esta serie de artículos, proponiendo –¿por qué no?– que la política es un arte en sí mismo y que, por tanto, es una forma pura de expresión de la humanidad que por desgracia también se ha deshumanizado.

Si Ortega viviera en nuestra época estaría completamente contrariado y quedaría estupefacto ante la realidad actual, no solo por el arte pictórico que él ya criticaba –¡hay que ver lo que se considera arte el día de hoy!– con el que nuestros museos de arte moderno están llenos, sino también por las formas de vida social que se han comenzado a gestar.

El ser humano a lo largo de toda la historia, en la compleja esencia que lo conforma, ha buscado de muchas y muy diversas maneras la expresión, transmisión y evocación de todo cuanto lo sublima, esto es, pensamientos, afectos, inspiraciones, sentimientos, etc.

Otrora se ilustraba este deseo con la imagen de las siete musas[1] quienes, se solía decir, inspiraban a los individuos especiales en la ejecución de su labor, a manera que el resultado de su trabajo pudiera de verdad reflejar el interior del propio artista, llevando al espectador a un plano superior y casi extático.

Esta forma de expresión de una u otra afección, en suma, de alguna idea[2], a la que el ser humano siempre ha tendido ha sido conocida como «Arte». El arte es precisamente la forma más humana de exteriorización de la propia alma porque radicalmente su finalidad es el reflejo del hombre mismo, en cuanto a esa esencia que tiene.

La esencia del hombre no está circunscrita a ser un animal racional (si bien es una descripción certera, también implica muchas cosas más profundas). Es decir, ser ese animal racional al que Boecio hace referencia es también ser un ente capaz de imaginar, de sentir: alegrarse, dolerse, entristecerse; de crear y, por supuesto, destruir; de plasmar, transmitir, recrear, escenificar, pintar, escribir, cantar y mentir.

En resumen, el hombre, por ser racional tiene la habilidad para realizar las más grandes, sutiles y sublimes proezas, más, a la vez, tiene la capacidad de lograr las más sórdidas bajezas.

El arte, por tanto, tiene como objetivo y vocación manifestar todas estas cualidades humanas, de la forma en que al propio artista le vaya surgiendo, ser una verdadera reverberación en la que artista, obra y espectador se fundan en uno solo por la profunda y real identificación que se logre entre ellos.

Es bien sabido que toda obra (literaria, pictórica, musical, etc.) tiene algo de autobiográfico del propio autor y esto no puede ser de otra manera porque el verdadero artista actúa siempre al borde del paroxismo, estado en el que puede externar su alma (con todo lo que contiene) y plasmarlo en algo endógeno a él mismo.

Por otra parte el espectador (llámese lector, auditorio o de cualquier otra forma) ante un arte verdadero, que refleja la esencia humana, está llamado a sentirse identificado, no sólo por la humanidad misma de la obra, sino más aún, se identifica con sus propias circunstancias y su compleja realidad personal, pues puede ver en la obra artística la transmisión de un sentimiento, de un afecto, de una idea.

En otras palabras, el espectador tiene con la obra y por tanto, con el artista, una comunicación a la vez impersonal y tan íntima que ello evoca en el propio interior del espectador una reflexión o un movimiento espiritual que lo sublima de alguna forma.

Es por ello que somos capaces de sorprendernos ante la impotencia que genera el Cristo Crucificado de Velázquez; o de comprender/reprobar la avaricia del Doctor Fausto; así como sentirnos guiados por el mismísimo Virgilio por todos los círculos del infierno, con rumbo al paraíso pasando por el purgatorio; conmovernos con el dolor de la Virgen María sosteniendo a su Hijo en la imagen de la Piedad; reírnos o molestarnos con la astucia de un Don Juan Tenorio; e imaginarnos rodeados del pasar de las estaciones con las sinfonías de ese nombre de Verdi: porque somos humanos viendo la humanidad del propio artista que se refleja a sí mismo y nos envía un íntimo mensaje para excitar al movimiento más profundo del espíritu transmitiéndose en su totalidad.

El tema fundamental que es mi interés hacer ver, es que las cosas más humanas están precisamente en la expresión y reflexión de la esencia misma del hombre. El arte es la forma más pura de llegar a ello.

Sin embargo, las nuevas tendencias se vanaglorian cada vez más de apartarse de esta humanidad que en sí misma requiere el arte para ser verdaderamente tal.

El hombre mismo no logra hallar su esencia y es esa la razón fundamental por la que no puede reflejarla y en cambio busca ocultarse a sí mismo en abstracciones y evasiones diversas.

Debemos regresar la humanidad al arte, volver a las clásicas corrientes que logran evocar las más profundas y sublimes sensaciones en cada uno de nosotros como espectadores e, inexorablemente, como miembros del mundo artístico.

[1] Las siete musas de las artes en la antigua Grecia se representaban por: Calíope (de la elocuencia y la poesía); Clío (de la historia); Erato (de la elegía); Euterpe (de la música); Melpómene (de la tragedia); Polimnia (de la retórica); y Talía (de la comedia).

[2] Debe entenderse “idea” en un sentido muy amplio, como todo aquello que surge o puede surgir de la psique, del alma, de la mente.

 

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