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Entre el Estado y la pared (parte I)

por | Política

Uno de los temas de discusión política (a nivel teórico y práctico) más importantes de la actualidad es el presentado por la disyuntiva entre la estatalidad y la globalización: los movimientos conservadores o de derechas suelen reivindicar la estatalidad frente a los organismos supranacionales, mientras que los partidos progresistas o de izquierda tienden a privilegiar la política supranacional sobre la estatal (al menos en aquellos países donde no gobiernan con mayoría).

Esta particular unión de los movimientos conservadores con el ideal estatal provoca un deber de estudiarlo con más detenimiento, sin embargo, ha sido aceptada sin más por muchos políticos que la han convertido en un elemento central de su propuesta social y económica, sin considerar con seriedad los peligros que se correrían de llegar a alcanzar sus objetivos. Este problema se debe al desconocimiento que la mayor parte de la gente tiene respecto del Estado, de su historia, desarrollo y fines, en los cuales se manifiesta claramente su oposición a todo aquello que los mismos partidos conservadores afirman o aparentan defender.

Pero al desconocimiento se suma además una confusión sobre lo que el mismo término “Estado” califica. Las traducciones libres y la buena voluntad de muchos escritores conservadores han provocado que la palabra sea utilizada con una falta de profesionalidad que aumenta la confusión. Más de uno es incapaz de comprender que cuando la Iglesia habla de Estado no lo hace en el mismo sentido que lo hizo Hobbes, ni que este último tenía en mente algo completamente opuesto a lo que los griegos clásicos habían imaginado como la polis.

El peligro que corren los conservadores y sus movimientos al aliarse con el Leviatán y al aplaudir agendas de reivindicación estatal o nacional como las promovidas por actores como Putin, Bolsonaro o los diversos partidos de derecha europeos, es el de dar fuerza a una maquinaria que lejos de ayudarlos terminará por destruirlos.

El Estado no tiene aliados, únicamente súbditos, y aquello que les pasó a los monarcas absolutistas puede pasar tarde o temprano a los que hoy en día luchan contra los organismos internacionales y claman por la recuperación de la “soberanía”, sin detenerse a recordar que algunas de las peores amenazas y persecuciones a las libertades han venido de los mismos Estados soberanos con los que sueñan.

Para entender a cabalidad este peligro es necesario volver la vista hacia el Estado y estudiarlo de manera crítica para descubrir que, a pesar de los peligros de la globalización, el arrojarse a sus brazos puede traer a la larga mayores peligros de los que originalmente pensamos.

El primer paso en este viaje histórico y político es uno de naturaleza lingüística, para poder hablar del Estado primero es necesario saber a qué nos referimos cuando lo mentamos, so pena de caer, si no lo hacemos, en el mismo problema con el que iniciamos.

Lo primero que hay que señalar es que la palabra Estado es polisémica, es decir, que tiene diversos significados. Dependiendo de cuál se tome, el Estado puede significar: (A) la forma de organización política que adopta una población asentada en un territorio durante un tiempo determinado, (B) el gobierno de una unidad política, (C) una forma de organización política cuyo nacimiento puede ubicarse durante los siglos XV a XVII y que continúa hasta nuestros días.

La primera acepción es probablemente la más responsable de los problemas que tenemos respecto de la discusión en torno al Estado, es la que lleva a muchos a afirmar sinsentidos políticos como: “el estado griego”, “el estado romano” o “el estado azteca” o a señalar al Estado como una realidad atemporal y presente a todo lo largo de la historia, sin detenerse a considerar que las semejanzas entre la polis griega y el Estado francés son las mismas que las existentes entre un pato y un águila. Así pues, esta primera acepción es errónea y causa más problemas de los que podría resolver, el concepto más adecuado para sustituirla es la de “Forma de Organización Política”.

Respecto de la segunda acepción podemos señalar que ésta se debe a una simplificación mental, el gobierno es la forma institucional por medio de la cual se administra lo público, el espacio común a todos, y es independiente hasta cierto grado de la forma de organización política; así pues la forma de gobierno, siguiendo la teoría aristotélica, puede ser Monárquica, Aristocrática o Democrática (con sus debidas formas corruptas) independiente de si la comunidad política se ha organizado como una polis, una civitas, una Respublica Christiana o un Estado moderno.

La simplificación se debe a la identificación que las personas han hecho entre el gobierno y el Estado, así pues, cuando la gente habla o se queja del “estado” en realidad lo que hace es manifestar su molestia sobre “el gobierno” en turno. Por esta razón esta segunda acepción es errónea y puede eliminarse mediante el uso del término “gobierno” bajo los parámetros previamente señalados.

El sentido propio y auténtico del Estado es como Estado Moderno, es decir, como forma de organización política nacida en Europa durante los siglos XV y XVII tras la muerte del Orden Político Medieval (también llamado Res publica Christiana) y cuya existencia se extiende hasta nuestros días.

Una vez señalado lo que debemos entender por “Estado”, el siguiente paso de nuestra travesía –el cual daremos en la próxima entrega de esta serie– es de naturaleza histórica, y nos llevará a la Baja Edad Media y a la muerte de la Civilización Cristiana Medieval mediante las rupturas del Ordo Politico Medievalis.

 

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