Por José J. Castellanos
En el contexto de la crisis social y política que vivimos se afirma insistentemente, y con razón, que se ha roto el tejido social. Sin embargo, suele soslayarse en qué consiste dicho tejido y dónde encuentra su fundamento. Y es que se mantienen concepciones heredades del liberalismo individualista y los colectivismos del siglo pasado.
En el primer caso, en el individualismo, la única realidad es el individuo concebido como ser completo, encerrado en sí mismo y que obedece únicamente a sus intereses, y sólo es capaz de vincularse a otros cuando con ello obtiene un beneficio particular. Del mismo modo, se sostiene que en la búsqueda del propio interés –no sólo en lo económico, sino en el político y lo social- exuda, sin pretenderlo, un beneficio para otros.
El liberalismo individualista niega la existencia real de la sociedad y la reduce a una ficción jurídica resultante de los pactos, ya sea al estilo de Rousseau, o Hobbes. En ambos casos se renunciaría a la libertad plena, del “estado de naturaleza”, según el primero, a cambio de definir derechos y deberes resultantes del contrato que administra el Estado. Derechos y deberes que no son inherentes a la persona y que pueden ser cambiados por voluntad de las partes, tarea que realiza el legislador. En el segundo caso, el pacto es producto del miedo de los hombres entre sí, que son lobos los unos para los otros y que sólo cediendo el monopolio de la fuerza al Estado se puede convivir en paz. En ello coincide John Locke. Más recientemente John Rawls insiste en el pactismo como medio para crear la justicia.
Si la sociedad es un hecho pactado que requiere el acuerdo voluntario de todos para sostenerse o protegerse, resulta imposible cuando los intereses particulares prevalecen frente a los deberes establecidos en el pacto y éste se rompe, sin que el Estado pueda imponerse frente a ellos, como ocurre en nuestro tiempo frente a los poderes fácticos o los grupos violentos, que escapan a la norma o la justicia. El pacto pierde su razón de ser y los vínculos que sostendrían el tejido social, que es el Derecho, se rompen.
Por otro lado, el Estado colectivo que niega la dignidad, la libertad y los derechos individuales, pues sostiene que él es el todo y los hombres la parte, y que el todo, al ser superior a la parte, usa o desecha a ésta según el interés colectivo, interpretado por el grupo en el poder, demostró históricamente su inviabilidad y terminó o por la fuerza de las armas o por una implosión por su esterilidad.
El hombre, ser social
El Magisterio de la Iglesia se ha adherido, desde siempre, a la concepción ya presente en la antigüedad clásica, particularmente en Aristóteles, que reconoció la naturaleza social de la persona. Se ha marcado equidistancia entre el individualismo y el colectivismo.
“Teniendo en cuenta que el carácter social del hombre, se ve en el desarrollo de la persona humana y el progreso de la misma sociedad están en mutua dependencia. El principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana, ya que por su propia naturaleza necesita absolutamente de la vida social. Y como la vida social no es para el hombre algo superfluo, se deduce que, sólo a través de las relaciones con los demás, los servicios mutuos, el diálogo con los hermanos, el hombre desarrolla todas sus posibilidades y puede responder a su vocación”, dice la Constitución Gaudium et spes (N. 25).
Una consecuencia de esta concepción, en la que se ha detenido particularmente el Papa San Juan Pablo II, es el carácter de sujeto, de toda persona, confrontándolo con quienes lo ven como objeto, como cosa, tanto en el individualismo como en el colectivismo. El hombre es “uno mismo”. Es un ser individual y corporal, sí, pero también social, en relación con “los otros” y con Dios. Enrique Colom Costa explica que “goza de la dualidad, sin dualismo, “inmanencia-trascendencia”; es inmanente, es un “yo” distinto de los otros, y su actuar no se agota en su pura exterioridad, siempre deja un poso interior que le puede hacer en cuanto hombre” y, a la vez, “es trascendente: a pesar de su incomunicabilidad como sustancia, nunca es un ser cerrado en sí mismo, conserva una plena apertura intencional –trascendencia—que le permite, por su inmanencia, crecer continuamente sin perder su ‘mismidad’”. Pero también “se trasciende a sí mismo, en una indefinida capacidad de crecer como hombre; a la vez, está abierto a otros “yo”, y precisamente en ese darse por amor a los otros encuentra, como se dijo, su mayor capacidad de crecimiento”[1].
El hombre no necesita de sus semejantes únicamente por sus carencias y debilidades, como ser inerme e indefenso que no se basta a sí mismo para subsistir en sus primeros años, o por la dependencia que tiene de los otros para saberse persona, para aprender y dialogar. El hombre necesita de los demás para darse, para aportar, para contribuir con ellos a la conquista y construcción del mundo.
En esta relación con los otros la persona, sujeto, ser sustancial que existe en sí mismo, establece relaciones reales y concretas con los demás, al modo de un “tejido” con múltiples tramas. Estos vínculos constituyen la solidaridad de los semejantes entre sí. La fortaleza de esa unión radica en el amor, no sólo el social a que se refería Aristóteles, sino el amor de Caridad, como virtud teologal que camina en dos direcciones, hacia los demás hombres y hacia Dios. La solidaridad es el fundamento de la vida social, de la sociedad misma.
Antes que “pactos” sociales, los hombres se han vinculado entre sí por amor, a partir de la familia, como primer cuerpo social natural desde el cual parte toda la rica trama de cuerpos sociales en que se integran y viven las personas. La sociedad si existe, es un sujeto, no al modo de los seres sustanciales, sino en su característica de ser accidental, como unidad de relación que vincula a sujetos sustanciales en torno a bienes que constituyen su fin común: el desarrollo de todo el hombre y todos los hombres. Por eso San Juan Pablo II insistió en hablar de la subjetividad de la sociedad. La sociedad no existe en sí misma, sino en los otros, pero en otros que son sujetos, es la suma de las subjetividades personales, que no se disuelven al estar unidas, no desaparecen, se fortalecen y construyen las instituciones que generan las condiciones del desarrollo de todo el hombre y todos los hombres mediante un sentido de vida compartido en lo temporal, construyendo la ciudad terrena, la civilización del amor como la llamó el Papa Paulo VI y, en lo espiritual, hacia la Ciudad de Dios, su Reino.
Sólo así el hombre está a salvo de cualquier alienación. Así lo explicaba San Juan Pablo II en la Centesimus annus: “Es necesario iluminar, desde la concepción cristiana, el concepto de alienación, descubriendo en él la inversión entre los medios y los fines: el hombre, cuando no reconoce el valor y la grandeza de la persona en sí mismo y en el otro, se priva de hecho de la posibilidad de gozar de la propia humanidad y de establecer una relación de solidaridad y comunión con los demás hombres, para lo cual fue creado por Dios. En efecto, es mediante la propia donación libre como el hombre se realiza auténticamente a sí mismo, y esta donación es posible gracias a la esencial “capacidad de trascendencia” de la persona humana. El hombre no puede darse a un proyecto solamente humano de la realidad, a un ideal abstracto, ni a falsas utopías. En cuanto persona, puede darse a otra persona o a otras personas y, por último, a Dios, que es el autor de su ser y el único que puede acoger plenamente su donación 82. Se aliena el hombre que rechaza trascenderse a sí mismo y vivir la experiencia de la autodonación y de la formación de una auténtica comunidad humana, orientada a su destino último que es Dios. Está alienada una sociedad que, en sus formas de organización social, de producción y consumo, hace más difícil la realización de esta donación y la formación de esa solidaridad interhumana.” (N. 41)
La multiplicidad de sociedades
El tejido social surge y se desarrolla a partir de la persona. La primera unidad social es la familia, por eso justamente ha sido llamada “célula básica de la sociedad”. Es una sociedad natural que no sólo tiene como razón de ser la subsistencia de la especie por la reproducción, sino el amor recíproco de quienes la conforman. Un amor que los hace crecer a todos. Ella es una sociedad natural cuyas normas no provienen ni de los acuerdos entre quienes las conforman ni de las leyes. Sus principios son intrínsecos: un hombre y una mujer, unidos libremente, por toda la vida en generosa comunión, por amor.
Si hoy hablamos de ruptura social, es porque esa unidad es cruelmente agredida desde numerosos frentes. Se disuelven las familias y los hijos pierden el primer vínculo desde el cual se insertan en el mundo. Se pierde el amor. Se pierde el cuidado, se rompe la solidaridad. Paulo VI previó esta situación en la encíclica Humanae vitae, cuando la píldora impidió la procreación de la comunicación marital, y más tarde con la fecundación in vitro se disoció la fecundad de la relación interpersonal. Fue como abrir la caja de Pandora.
Hoy se habla en plural de “familias”, constituidas al margen de su constitución natural. La minoría lésbico-gay ha impuesto su interés a la mayoría. La ideología de género niega la esencia de la naturaleza humana y la inventa a voluntad o capricho. Defender la familia natural y la vida en el seno materno frente a la amenaza del aborto, ya es delito en algunos países.
Las familias se multiplicaron y fueron creando sociedades donde se reunían, se protegían, se apoyaban y convivían. Fue así como surgió su ayuntamiento, de donde proviene la sede del municipio como sociedad política básica que luego se conjunta en unidades mayores como regiones, estados, etc. Esta evolución continúa en los estados nacionales y ahora transita por las uniones interestatales en un proceso de unificación a nivel mundial. Así, la llamada sociedad política es una sociedad de sociedades, no sólo la familiar, sino otras que el hombre va constituyendo poco a poco. La sociedad política se ha vuelto cada vez más compleja y si antes el Estado nacional aparecía como la culminación de este proceso, ya ha sido superado.
Las formas superiores de organización política no anteceden a la persona, ni a la sociedad misma. Son creadas desde ellas y para ellas, no al revés. Sin embargo, la constante de los últimos tiempos invierte la relación y la sociedad política pretende imponerse a la sociedad y la persona.
Lejos de que culmen de la sociedad de sociedades el Estado y las organizaciones internacionales contribuyan al bien común, lo cotidiano es observar cómo en lugar de generar las condiciones sociales que permitan el desarrollo del hombre y de todos los hombres. Por el contrario, se crean instituciones de dominio, se corrompe a las personas, se destruye a la familia, se corrompe el derecho y no hay justicia. El afán de poder a cualquier precio, advirtió San Juan Pablo II, crea instituciones de pecado. Es el mal erigido en sistema.[2]
Quienes pensaron que la democracia liberal era una solución por sí misma, hoy se muestran decepcionados. La “sociedad política” o sea los partidos y quienes ostentan el poder, se han demostrado incapaces de enderezar el rumbo de sus naciones, se corrompen y confrontan a las naciones. La paz, que es fruto del bien común, cada vez está más lejos.
En cuanto al “mercado”, que es fruto de la actividad económica del hombre, surgida de la necesidad de subsistencia personal y de su familia, no ha logrado estar al servicio de la persona de manera generalizada, a pesar del crecimiento económico y del desarrollo tecnológico. Todos condenan la injusta distribución de la riqueza, pero lejos de atemperarse, la distancia entre los más ricos, siempre muy pocos, y los más pobres, una importante mayoría, aumenta.
Se habla de decenios de desarrollo y de metas para alcanzarlo, pero las soluciones no van por el camino de aumentar el pan sobre la mesa, como propuso el Papa Paulo VI en la ONU, sino por el de reducción de los comensales, tanto por el descarte –en palabras del Papa Francisco- de quienes tocan a la vida, como en el de los adultos mayores, porque ya no son productivos y estorban en el balance de los pesos y centavos. También en el campo de la economía el afán de riqueza a cualquier precio, ha generado estructuras de pecado.
No sólo se ha roto la solidaridad entre los semejantes, sino también la subsidiariedad. El Papa Benedicto XVI ha reiterado en la encíclica Caritas in veritate que:
“El principio de subsidiaridad debe mantenerse íntimamente unido al principio de la solidaridad y viceversa, porque así como la subsidiaridad sin la solidaridad desemboca en el particularismo social, también es cierto que la solidaridad sin la subsidiaridad acabaría en el asistencialismo que humilla al necesitado. Esta regla de carácter general se ha de tener muy en cuenta incluso cuando se afrontan los temas sobre las ayudas internacionales al desarrollo. Éstas, por encima de las intenciones de los donantes, pueden mantener a veces a un pueblo en un estado de dependencia, e incluso favorecer situaciones de dominio local y de explotación en el país que las recibe. Las ayudas económicas, para que lo sean de verdad, no deben perseguir otros fines. Han de ser concedidas implicando no sólo a los gobiernos de los países interesados, sino también a los agentes económicos locales y a los agentes culturales de la sociedad civil, incluidas las Iglesias locales.” (N. 58)
¿Cómo contrarrestar esta ruptura del tejido social?
La respuesta que ha dado la Iglesia, desde antes del Concilio Vaticano II y la ha continuado a través del tiempo, es el fortalecimiento y desarrollo de los cuerpos sociales intermedios. Esas instituciones que están entre la persona y el Estado, y en las cuales de manera natural se inserta a lo largo de su vida y que claramente entendidos, son las instituciones que promueven y facilitan la participación y la contribución concreta para el logro del bien común. Ahí radica la fuerza de la sociedad por los múltiples beneficios que generan y, en particular, como sostenedores de la cultura de un pueblo, que es uno de los vínculos más fuertes de la unión de un pueblo.
Los cuerpos intermedios son la consecuencia natural de los principios de solidaridad y subsidiariedad. En cuanto a la primera, generan vínculos entre las personas que generan una responsabilidad recíproca en torno a un fin común, que es visto como un bien. Pero así como el hombre aislado no puede bastarse a sí mismo y alcanzar su desarrollo pleno aislado de los demás, la diversa gama de cuerpos intermedios que se constituyen tampoco son autosuficientes, por lo que a su vez se integran solidariamente con otras para constituir organismos que los abarcan y que sin absorberlos, los complementan de manera subsidiaria, generando una ayuda desde las reservas que se constituyen con la nueva fortaleza que les da esa nueva solidaridad.
En su crítica al comunismo, el Papa Pío XI “indicó como medios principales para poner remedio a los males producidos por éste, la renovación de la vida cristiana, el ejercicio de la caridad evangélica, el cumplimiento de los deberes de justicia a nivel interpersonal y social en orden al bien común, la institucionalización de cuerpos profesionales e interprofesionales”, recuerda el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia. (N. 92). Si ésta fue la fórmula propuesta frente a un sistema calificado como intrínsecamente perverso, ¿acaso no será la misma para resolver los males de nuestro tiempo?
El mismo Compendio señala que:”La sociedad civil, organizada en sus cuerpos intermedios, es capaz de contribuir al logro del bien común poniéndose en una relación de colaboración y de eficaz complementariedad respecto al Estado y al mercado, favoreciendo así el desarrollo de una oportuna democracia económica. En un contexto semejante, la intervención del Estado debe estructurarse en orden al ejercicio de una verdadera solidaridad, que como tal nunca debe estar separada de la subsidiaridad.” ( N. 356).
“La subsidiaridad –explica el Papa Benedicto XVI en la encíclica Caritas in veritate–es ante todo una ayuda a la persona, a través de la autonomía de los cuerpos intermedios. Dicha ayuda se ofrece cuando la persona y los sujetos sociales no son capaces de valerse por sí mismos, implicando siempre una finalidad emancipadora, porque favorece la libertad y la participación a la hora de asumir responsabilidades. La subsidiaridad respeta la dignidad de la persona, en la que ve un sujeto siempre capaz de dar algo a los otros. La subsidiaridad, al reconocer que la reciprocidad forma parte de la constitución íntima del ser humano, es el antídoto más eficaz contra cualquier forma de asistencialismo paternalista. Ella puede dar razón tanto de la múltiple articulación de los niveles y, por ello, de la pluralidad de los sujetos, como de su coordinación. Por tanto, es un principio particularmente adecuado para gobernar la globalización y orientarla hacia un verdadero desarrollo humano. Para no abrirla puerta a un peligroso poder universal de tipo monocrático, el gobierno de la globalización debe ser de tipo subsidiario, articulado en múltiples niveles y planos diversos, que colaboren recíprocamente. La globalización necesita ciertamente una autoridad, en cuanto plantea el problema de la consecución de un bien común global; sin embargo, dicha autoridad deberá estar organizada de modo subsidiario y con división de poderes, tanto para no herir la libertad como para resultar concretamente eficaz.” (N. 57)
En continuidad con el magisterio de sus predecesores, el Papa Paulo VI recordó que “donde estos cuerpos intermedios faltan o están poco desarrollados, la comunidad nacional puede ser presa de algunos individuos, que se arrogan un poder exagerado en el campo económico, social o político, o bien de los poderes públicos; pues no encontrando ninguna estructura social robusta que les detenga, invaden la esfera privada de los individuos y acaban muchas veces por ignorar o hasta violar los derechos fundamentales de la persona humana». [3]
Por ello, el Concilio Vaticano II, en la Gaudium et spes señala: “Cuiden los gobernantes de no entorpecer las asociaciones familiares, sociales o culturales, los cuerpos o las instituciones intermedias, y de no privarlos de su legítima y constructiva acción, que más bien deben promover con libertad y de manera ordenada. Los ciudadanos por su parte, individual o colectivamente, eviten atribuir a la autoridad política todo poder excesivo y no pidan al Estado de manera inoportuna ventajas o favores excesivos, con riesgo de disminuir la responsabilidad de las personas, de las familias y de las agrupaciones sociales.” (N. 75)
Así lo reitera el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia al afirmar que “la autoridad política debe garantizar la vida ordenada y recta de la comunidad, sin suplantar la libre actividad de las personas y de los grupos, sino disciplinándola y orientándola hacia la realización del bien común, respetando y tutelando la independencia de los sujetos individuales y sociales. La
autoridad política es el instrumento de coordinación y de dirección mediante el cual los particulares y los cuerpos intermedios se deben orientar hacia el cual los particulares un orden cuyas relaciones, instituciones y procedimientos estén al servicio del crecimiento humano integral. El ejercicio de la autoridad política, en efecto, «así en la comunidad en cuanto tal como en las instituciones representativas, debe realizarse siempre dentro de los límites del orden moral para procurar el bien común —concebido dinámicamente— según el orden jurídico legítimamente jurídico legítimamente establecido o por establecer. Es entonces cuando los ciudadanos están obligados en conciencia a obedecer».” (N. 394)
Y más adelante señala que “la sociedad civil, organizada en sus cuerposintermedios, es capaz de contribuir al logro del bien común poniéndose en una relación de colaboración y de eficaz complementariedad respecto al Estado y al mercado, favoreciendo así el desarrollo de una oportuna democracia económica. En un contexto semejante, la intervención del Estado debe estructurarse en orden al ejercicio de una verdadera solidaridad, que como tal nunca debe estar separada de la subsidiaridad”. (N. 356).
Los cuerpos intermedios, cuando son sanamente concebidos y organizados desde abajo, con libertad y autonomía frente a las manipulaciones del poder, de intereses particulares y cerrados, abarcan el ámbito económico, social, cultural y político, pueden contribuir al bien común si mantienen relaciones de colaboración leal y mutua, que ofrezcan “forma y naturaleza de comunidades vivas; es decir, que los miembros respectivos sean considerados y tratados como personas y sean estimulados a tomar parte activa en la vida de dichas comunidades”[4].
Los cuerpos intermedios son el ámbito propio de la participación continua y permanente de las personas a la vitalidad social, a su dinamismo y realización de los fines propios de la vida política: el bien común, no dejando esta responsabilidad por abandono o por invasión de ámbitos que no le corresponden al Estado. Esta es una democracia participativa complementaria de la electoral, mediante la cual en un solo momento se elige y se delega en funcionarios públicos el cumplimiento de las tareas propias del Estado.
Hoy los cuerpos intermedios están presentes el ámbito secular y en no pocas ocasiones han sido factor determinante en la definición del rumbo de la sociedad. Se les denomina organizaciones sociales, organizaciones de la sociedad civil y, extrañamente se ha pretendido ubicarlas de forma negativa como “organizaciones no gubernamentales”, como si la primacía correspondiera al gobierno y no a la sociedad.
Al hablar acerca de la historia de su patria, Polonia, San Juan Pablo II señaló que a pesar de los intentos de sus vecinos de desaparecerla, logró sobrevivir y ser ella misma gracias a su cultura. La Nación, dijo, “ha conservado su identidad y, a pesar de haber sido dividida y ocupada por extranjeros, ha conservado su soberanía nacional, no porque se apoyara en los recursos de la fuerza física, sino apoyándose exclusivamente en su cultura. Esta cultura resultó tener un poder mayor que todas las otras fuerzas… Existe una soberanía fundamental de la sociedad que se manifiesta en la cultura de la nación. Se trata de la soberanía por la que, al mismo tiempo, el hombre es supremamente soberano”.[5]
Cabe recordar, por último, de manera enunciativa y no limitativa, que el catálogo de cuerpos intermedios es vasto y variado, pues junto a las instituciones naturales como la familia, la empresa y la escuela, nos encontramos una amplia gama de organizaciones creadas libremente por los hombres para cultivarse, para crecer y ser más. Las hay con fines sociales, con fines culturales, de asistencia familia, de tipo económico, de promoción de los derechos, etc.
De la trascendencia y fuerza de este tipo de organizaciones hagamos recuerdo y también rindamos homenaje a Solidarnosc, el sindicato que logró lo que parecía imposible en Polonia, al romper las cadenas de la sujeción soviética, del dogmatismo marxista y devolver la libertad a aquella nación.
Son estos organismos integrados por personas libres, comprometidas y responsables, las que de un modo u otro hacen posible el desarrollo de las potencialidades de los hombres. Los cuerpos intermedios son parte de ese conjunto de condiciones que permiten el desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres.
[1] Cfr. Colom Costa, Enrique, Trabajo humano y dimensiones de la persona, en Estudios sobre la Encíclica “Centesimus annus”, coordinador Fernando Fernández, Unión Editorial, Madrid, 1992, p.176-177.
[2] Cfr. Juan Pablo II, encíclica Sollicitudo rei socialis, No. 37.
[3] Pablo VI a la Semana social de Chile, Ecclesia, 28 de diciembre de 1963).
[4] Cfr. Juan Pablo II, encíclica Laborem Excercens N. 14
[5] Juan Pablo II, Memoria e Identidad, Editorial Planeta Mexicana S. A. de C. V., 2005, p.109.