De las Casas y sus cosas II. El compañero incómodo

A pesar de sus críticas audaces, el padre de las Casas gozó del favor real casi 50 años. Pero entre sus iguales, defensores de indios, letrados, obispos, fue otro cantar. Hay suficiente evidencia documental de ello; quienes, aun compartiendo en todo sus preocupaciones y exigencias, le criticaron abiertamente sus defectos, algunos de forma y otros de fondo. Motolinía, nada tibio en la defensa de los naturales, nos dejó una copiosa evidencia epistolar claramente negativa. Algunos otros jamás escribieron en su contra, pero sería por virtud; unas anécdotas podrán servir al lector para darse una idea de cómo se conducía el fraile.
El Obispo de México Fray Juan de Zumárraga siempre reconoció el trabajo de Fray Bartolomé de las Casas; en al menos dos ocasiones solicitó al rey que lo enviaran por considerarlo “persona que nos parece hábil, entre otras, e idóneo para visitar y reformar”[1] la situación en Tenochtitlan. Entre 1544 y 1545, el ya septuagenario obispo gestionó ante el rey la renuncia a su prelatura para poder ir a evangelizar a Filipinas y China; recibió tal beneplácito pero faltaba la aprobación del Papa; pidió ayuda a De las Casas (que se hallaba en España) y a quien le reconocía como un extraordinario gestor y amigo; “Fray Bartolomé, con su acostumbrada impetuosidad, se hizo cargo del asunto, prometió ir personalmente a Roma y aun se ofreció a acompañarle en la nueva conquista apostólica. Pidió dineros para despachos, poder ir y negociar y el Obispo le mandó de su pobreza más de quinientos ducados… pero su intento quedó frustrado, porque fray Bartolomé no fue a Roma, ni sacó despacho alguno, sino que buscó el obispado de Chiapas”[2] y ocupó esos recursos y tiempo en sus propios preparativos.
Sin ningún reproche por este episodio traicionero, el obispo de México en sintonía con el movimiento del fraile sobre el tratamiento de los indios y las disputas sobre las encomiendas, logra en 1546 una junta sin precedentes; son convocados todos los obispos, prelados de órdenes, letrados, eclesiásticos y seculares, el Virrey y los oidores, para redactar las Leyes de la Nueva España.
La presencia del dominico es crucial y deseada por todos los asistentes a la junta, pero no por la población en general. Así que el Virrey Mendoza hace esperar a los invitados más de una semana hasta poder garantizar la seguridad de fray Bartolomé al entrar a la ciudad. El ahora Obispo de Chiapas, sospecha entre tanto, que ese proyecto de ley podría no ir tan lejos como él quisiera, así que minutos antes de iniciar e incapaz de ver el significativo avance y el consenso logrado en torno a sus propuestas, prefiere disculparse de asistir y “excomulgarlos”[3] a todos[4].
La lista de desaires y faltas de respeto hacia Zumárraga es larga. El humilde franciscano, más tarde arzobispo, nunca escribirá nada contra él. Pasaría también con el Obispo Francisco Marroquín en Guatemala, a quien utilizó para implementar sus proyectos idílicos y, al mismo tiempo, le acusaría de esclavista ante el rey.
Todos los protectores de indios hicieron “gestión de escritorio y de campo”, recordemos el caso de Santo Toribio Mogrovejo. Conocían el rostro de sus ovejas, hablaban en su lengua, les confesaban y confortaban, les defendían en el terreno ante españoles y también ante otros indígenas.
Sus contemporáneos apuntan que el padre de las Casas estuvo imposibilitado para poner los “pies en el suelo” por no estar con sus indios, no aprender sus lenguas, no fundar hospitales o colegios, no administrar sacramentos o evangelizar personalmente a los naturales[5].
Desde su primer encuentro con el Cardenal Cisneros desarrolla una idea utópica de cómo debería evangelizarse a los indígenas: una villa de labradores, caballeros de espuela dorada, que conformarían una hermandad religiosa, sin mediación política ni militar. Su primer intento de ponerlo en práctica es Cumaná, lleva 60 familias de indígenas sin presencia militar.
Pero la hostilidad de los indios externos es tal, que más temprano que tarde Fray Bartolomé tiene que pedir auxilio y mientras tanto mueren todos en la villa. Después de este fracaso, vuelve a tratar de hacerlo en la Vera Paz, misma historia. Aunque duró más tiempo y algunos autores consideran que fue un éxito, nadie se acuerda de los 33 frailes y otros tantos indígenas que ahí murieron. Además, hizo “trampa”, los indios que levantaron la comunidad fueron cristianizados anteriormente en las encomiendas de Pedro de Alvarado[6], sistema y persona que fueron objeto constante en su crítica.
No pudo o no quiso ver que su plan tenía fallos de origen. Si fue imposible con los cumanagotos de Venezuela y con los lacandones de Guatemala, habría llenado el cielo de mártires de haberse realizado esto en Tenochtitlan o en el Tahuantinsuyo.
Es cierto que los procesos de conquista armada se fueron moderando gracias a las apelaciones de los protectores de indios; pero lo que determinó su casi desaparición fue la búsqueda creativa de alternativas, resultado de ejercicios de autocrítica que él nunca practicó y otros sí.
Varios años después de dichos fracasos volvió a pedir al emperador que lo enviaran a Sebú[7], porque ahí seguro funcionaría.
Volviendo al obispo Zumárraga, sus biógrafos recogen cómo empeñó toda su gestión en proyectos loables como el de la educación de las hijas de los naturales, pero ante las fallas que iban resultando sobre la marcha, adecuó su propuesta a la realdad; no se obsesionó con los comós, sino en los paraqués.
Ante grandes descalabros escucha, evalúa y rediseña, como cuando sus muchachos indios no quieren casarse con las egresadas de sus colegios por que “las criaban ociosas y a los maridos les temían en poco, ni los querían servir como la costumbre suya”[8]; o cuando descubre que la dote que el mismo les da es malgastada por los esposos con secretas concubinas, o cuando descubre que algunos caciques escondieron a sus hijas durante años y ahora ellas se han ofrecido en tributo, para gozar, en concubinato, de los beneficios de tener un marido indígena instruido. El arzobispo muere buscando otras formas para que su misión con las niñas indígenas funcione.
En 1889 Icazbalceta escribía que el Virrey “Mendoza y Zumárraga y los frailes y todos ellos, tan amigos y defensores de los indios como podía serlo el padre Casas, eran a la par hombres prácticos que preferían llegar a su fin por medios más suaves y eficaces, aunque más lentos”[9]. Y prudentes, porque las gestiones del dominico causaron muchas muertes y crisis, como en el Virreinato del Perú.
En efecto, su incapacidad para negociar y aceptar otros modos de llegar al mismo fin, le hicieron ser el compañero incómodo.
Quizás, lo que más exaspere del dominico a sus contemporáneos y a los nuestros, sean las contradicciones e hipérboles en sus escritos que rayan en la falsedad e injuria. Pero de eso se hablará en la tercera y última parte.
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[1] ICAZBALCETA, Joaquín, (1947) Don Fray Juan de Zumárraga, Cartas y relaciones del primer Obispo y Arzobispo de México, Tomo IV, Ed. Porrúa., México, p. 101.
[2] Ibidem, Tomo I, p. 200.
[3] Ídem, p. 252.
[4] Las actas relativas a estas juntas relatan que tiempo después el Virrey Mendoza calma los ánimos de Fray Bartolomé, le sugiere que continue proponiendo, le facilita realizar sus propias reuniones con invitados a su gusto e inclusive le ofrece publicar sus conclusiones. Sin embargo, en cada oportunidad que tiene, el fraile arremete contra el Virrey en sus sermones inclusive estando Mendoza presente en Misa.
[5] Motolinía escribe a Carlos V una misiva donde detalla cada una de las deficiencias a su parecer. La carta completa publicada por Manuel González García puede consultarse en https://summa.upsa.es/high.raw?id=0000000858&name=00000001.original.pdf
[6] DESINOVA, Natalia K. (2018) Las tergiversaciones de la vida de Bartolomé de las Casas en la historiografía actual en Cuadernos para investigación de la literatura hispánica, ISSN 0210-0061, Nº 44, p. 378.
[7] Si, el mismo lugar al que Zumárraga quería ir y que no le ayudo a gestionar.
[8] ICAZBALCETA, Joaquín, (1947) Don Fray Juan de Zumárraga, Cartas y relaciones del primer Obispo y Arzobispo de México, Tomo IV, Ed. Porrúa., México, p. 178.
[9] Ibidem, Tomo I, p. 246.
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