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La política en el ecosistema digital (Parte II)

por | Cultura, Política, Tecnología

Más importante que un líder partidario son actualmente un editor o periodista millennial, los llamados «guerreros del teclado». Son los ejes del poder global y, eventualmente, los adversarios a confrontar o los aliados a ganar por quienes aspiren a sus parcelas.

Lo cierto es, desde ya, que algunos actores –piénsese en el Foro de São Paulo y su rostro político visible: el Grupo de Puebla– han aprendido a construir, así, desde inicios del siglo, tecnologías de eliminación (TDE). Expresión, por cierto, inadecuada, pues no destruyen lo destruible, los sólidos intelectuales, sino que propulsan, aún más, su liquidez dentro de un ecosistema que es favorable a ello.

No mueren las ideas, se anarquizan. Entre tanto, los otros, sus opuestos y, aquí sí, los iletrados digitales, aún no perfilan una tecnología para el sostenimiento de la libertad (TDL) y el servicio a la verdad.

César Cansino (Teorizando sobre la posverdad, MDC, 2019) señala que es llegada la hora de la posverdad, es decir, “un momento en el que lo racional y lo objetivo ceden terreno a lo emocional o a las creencias formadas por los ciudadanos a partir de medias verdades o informaciones falsas”. No se trata, por lo visto, de una confrontación sana entre crónicas y opiniones sobre la realidad o de sus encuadres conceptuales respectivos dentro del mercado democrático de las ideas lo que esté planteado, antes de trasladarlas a conocimiento del público con verosimilitud. Menos se trata de las formas de presentar a las primeras, como es propio de la prensa libre hasta el siglo XX.

Se trata, en adelante, de la generación de narrativas que mejor logren constreñir la realidad relativizándola o tamizar sus efectos con fines de competencia por el poder.

Dado ello, como se observa, se acelera la apelación a los símbolos, a las sensaciones o las expectativas previamente mineralizadas en la gente; y, al multiplicárselas a través de las redes digitales, se busca situar las narrativas del caso como dogmas de fe, asumidos por los centenares de miles de internautas feligreses que creen en ellas, por sosegarles sus aprehensiones y deseos.

 

Vayamos a un ejemplo cercano.

En las Américas hay coincidencia en cuanto a que Venezuela cede como Estado. Es un Estado fallido. Medran o desaparecen sus dimensiones constitutivas: la espacial o territorial, canibalizada por actores externos y grupos criminales; la personal o poblacional, afectada por la diáspora; la institucional o de gobierno, por faltar este o por la virtualidad de los dos que posee. En sus espacios, por lo pronto, se amalgaman estructuras paraestatales con las del narcotráfico y el terrorismo, en el marco de un holding que se dice gestionan cubanos y rusos.

Los países europeos, con sus excepciones, consideran, antes bien, que en Venezuela ocurre otra cosa. Media una polarización y hay controversias entre políticos y banderías por deficiencias y diferencias democráticas, originadoras de su crisis, que han de resolverse democrática y electoralmente, bajo tutela y con asistencia internacional.

Es pertinente, entonces, preguntarse, ¿dónde queda el umbral que separa lo veraz de lo mendaz en ambas narrativas, sobre una misma realidad?

La noticia engañosa siempre ha existido, como la apelación a las emociones antes que a la objetividad, y es la nutriente de los populismos de toda laya. Más, a la luz de lo señalado, se constata la presencia de un “círculo vicioso de desinformación” política, obra no tanto de un periodismo silvestre o subterráneo y sin editores, sino que es el producto de una lucha por el poder que deja de lado las reglas de lealtad en la competencia democrática. Incluso relativiza los valores culturales susceptibles de “instituir” y que, al menos, puedan suplir los agotamientos constitucionales y del Estado de Derecho que son inevitables ante el cambio del ciclo histórico que nos ocupa.

El umbral de intolerancia frente a la mendacidad social y política ha bajado, además. Es lo que cabe destacar como relevante. Tanto como, recién, ello causa un interés antes irrelevante por el escrutinio de la verdad, al que se suman las grandes plataformas [Google, Instagram, Facebook].

Cabe, sin embargo, introducir una variable que elabora, con pertinencia, Harari [Homo Deus], quien, oteando el porvenir a mediano plazo, a saber, observando el paso desde la sociedad de masas orteguiana, acaso alienada por las ideologías y/o un paso más adelante subordinada a las imágenes “que destronan a la palabra” [el dicho es de Sartori], hasta la presente individualización del Homo Twitter, alerta que bajo el dominio de la tecnología puede imponerse el “dataísmo”, la religión o el imperio de la data o de los datos.

La cuestión, en suma, es que hacen metástasis las fuerzas de la dispersión y la segmentación social. Se han invertido los cánones del periodismo y la forja de informaciones, siendo otros los actores y diferentes las finalidades: ayer el Bien Común o interés colectivo, en el presente la experiencia personal, fugaz e instantánea. No basta, he de admitirlo, el simple reclamo del servicio a la verdad, pues se quieren en lo adelante verdades a la medida, líquidas, y los internautas así lo imponen.

Ser sabios, no obstante, es ser prudentes; es ir más allá de los árboles patentes –la cita de Ortega y Gasset se hace imperativa– hasta imaginar y sentir tras de estos al bosque latente. De modo que, he aquí un intento de conclusión.

Que las redes hagan expansiva y a la vez exponencial a la maldad tras la mentira que deliberadamente desinforma y transita dentro de ellas es cosa que debe tratarse; pero sin mengua de tener presente –pienso en Esopo y lo que de él nos recuerda Jorge Ignacio Covarrubias (Las lenguas de Esopo, La Lengua Viva, 9 de abril de 2014)– que la lengua “es el fundamento de la filosofía y de las ciencias, el órgano de la verdad y la razón”.

La comunicación ata, la incomunicación que asimismo provoca el engaño –tanto como su censura– disuelve. Con la lengua, según el fabulista de la Antigua Grecia, “se miente, con la lengua se calumnia, con la lengua se insulta, con la lengua se rompen las amistades. Es el órgano de la blasfemia y la impiedad”.

No solo eso, lo que más se advierte, por sobre la mentira, es la confusión deliberada que a tal propósito se hace del significado cierto de las palabras; algo más que la explicable confusión entre las lenguas.

Aquella hace imposible la movilidad de las audiencias e incrementa la parálisis de las percepciones, por cuanto desfigura las realidades antes que falsearlas. Téngase presente, al respecto, que por la lengua “entramos en la sociedad; por ella la sociedad entra en nosotros. Ella es la red que lanzamos sobre la realidad para pescar significación. No es otro conocimiento más: es la base del conocimiento” y de la cultura, a fin de cuentas (Asdrúbal Aguiar, Leer y pensar en español, Centro Virtual Cervantes, 2004).

La democracia de casino sobrevenida, la de usa y tire, la del chismorreo, la del hablar para oírse uno mismo, en fin, viene empujando a los políticos y de suyo a todos los que participan de la experiencia de la libertad, a ser y comportarse como celebridades u objetos de idolatría.

La “política de vida” se idolatra en el político como en los actores de teatro, en función de sus haceres íntimos y los deseos colectivos de emulación de lo personal.

No cuenta más el valor de los gobernantes o aspirantes al poder que muestran un camino o un modelo de sociedad a seguir, salvo, por lo pronto y como lo hemos advertido, quienes se asumen como albaceas de la cultura amenazada y cuyos valores éticos logran incidir en la reflexión personal e íntima predominantes.

En fin, como ocurre también en el mundo del espectáculo, la durabilidad del político se hace precaria, pero a la vez es intensa.

 

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