La política en el ecosistema digital

Hace 30 años cae el muro de Berlín. Predica el final del comunismo y la sobrevivencia del capitalismo y el estado liberal, dentro de un marco de consensos que se conoce como “pospolítica”.
Intento entender, así, lo que ahora ocurre en Occidente, preñado de sismos sociales en expansión y atrapado entre la ruidosa violencia callejera y el amortiguado subterráneo de fake news. Se multiplican ambas −violencia y mentiras− con apoyo de las redes sociales y el incisivo accionar de factores del poder político y financiero global coludidos con la criminalidad transnacional, que es, a fin de cuentas, de lo más perverso.
Se impone esta vez una Era mal llamada de la “sociedad” de la información que, antes bien, segmenta y desperdiga a la añeja opinión pública; la individualiza.
El caso es que, siendo el hombre la verdad terrena y objetiva, no perfecta sino perfectible, inteligente pero limitada, necesitada de los otros y que se concreta en el Homo Sapiens: atado a la racionalidad teórica y práctica, luego de volverse Homo Videns o feligrés acrítico de las imágenes parciales de lo real, hijo de la televisión, deriva en lo señalado, en Homo Twitter. Beneficiario y mejoría de los anteriores: retoma la escritura pero en términos metafóricos y breves y la relaciona con las partes de la realidad que importan, únicamente, a su estado de ánimo o capricho; pero arriesga, así, en su práctica de vida introspectiva, volverse un dígito o número, nada más, dentro del torrente de virtualidad que se desplaza por las autopistas digitales.
El mundo de la inteligencia artificial es, quiérase o no, el sustitutivo de la plaza pública.
Estamos ante una Era distinta que trasvasa a la historia y que incluso anuncia su próximo paso hacia la quinta revolución industrial, la de la singularidad tecnológica, la del posible traslado final de la conciencia hacia una máquina.
Más que en un simple contexto global diferente o una estación o edad dentro de un ciclo histórico continuo, vivimos en el cosmos de la inteligencia artificial y bajo el dominio de sus inéditas características. Su efecto, en la transición que se inicia en 1989 y concluye pasados 30 años, acaso para dar lugar a otro salto generacional, es la desafección con el orden abstracto y “canónico” −social y político− conocido; es la dispersión social, de suyo la atomización de las narrativas, únicamente atadas por la indignación y la desconfianza, por la incertidumbre, quizás por la común reivindicación de la dignidad o la consideración personal, vaciada a cada instante y con animosidad sobre los servidores digitales por cada internauta.
Las violentas manifestaciones en Cataluña, París, Hong Kong, Santiago de Chile, Quito, Bogotá, Argel, Teherán, Taraz, La Paz, Beirut, Tegucigalpa, nada tienen que ver con las de hace 30 años, como El Caracazo o la masacre de Tiananmén. Estas, en sus motivaciones son precisas: rechazo de la corrupción, rezago en el bienestar, agotamiento de los partidos políticos, reclamos de democratización. Aquellas proceden de una insatisfacción innominada.
Lo inevitable y rupturista, en suma, son las nuevas relaciones y actores emergentes dentro de este teatro novedoso de la ciudadanía digital y de la industria 4.0, cuyo avance no se detiene y desplaza a los rezagados, a los carentes de sabiduría digital: a quienes como políticos de oficio viven en el pasado o en estado de vacuidad, o reniegan de las propias raíces culturales, como los europeos, avergonzados de la civilización [greco-latina y cristiana] que les nutre, haciéndose relativistas en la coyuntura.
Los neologismos inundan o encuentran espacio generoso para el manejo a conveniencia de las pocas certezas que restan a nivel global: pospensamiento, posdemocracia, pospolítica, posliberalismo, posverdad, poshumanismo. Todos a uno le abren espacio a un denominador común, el de la posmodernidad o “modernidad tardía” o “modernidad líquida” según Bauman, a saber, el de la corriente en guerra contra todo aquello que impida la fractura o disolución de la solidez de las raíces sobre las que se sostienen los valores contemporáneos, para su cabal y total eliminación; para el paso hacia otro ecosistema signado por el “progresismo” relativizador de las verdades y de las realidades culturales, sociales, y políticas.
En mi libro sobre Calidad de la democracia y expansión de los derechos humanos (MDC, Miami, 2018), no por azar advierto que las democracias mueren a fuerza de elecciones, tanto como refiero que la “posdemocracia”, en lo particular, es “un anti-modelo o modelo de corte neofascista que diluye el entramado institucional y lo pone al servicio de hombres o líderes providenciales, quienes establecen una relación directa y paternal con el pueblo auxiliados por el mismo tejido mediático e inmediato de la globalización”.
Al abordar el capítulo “Entre el totalitarismo mediático y la ilustración de los millennials”, seguidamente cito la obra La sociedad sitiada (Buenos Aires, FCE, 2004) del mismo Bauman, pues hace una aproximación al argumento vertebral que significa, a manera de ejemplo, la mudanza actual de la prensa –columna de la democracia– desde su sitial de contralora y observadora del poder a distancia de este y como expresión de la opinión pública no institucional, al nuevo rol de eje articulador necesario e inexcusable del orden social y político; que es, para lo sucesivo, desorden y atomización del individuo –”átomo irreductible” [Gilles Lipovetsky, Los tiempos hipermodernos, Madrid, 2006] –dentro de la democracia digital y en la sociedad de la información. Tanto que el penúltimo autor habla de “levedad”, “fluidez”, “liquidez”, como palabras adecuadas para aprehender la naturaleza de lo actual.
La política y la democracia, en suma, son hoy la obra de lo instantáneo. Lo que importa no es tanto el enlatado informativo tomado de la realidad y de su división a conveniencia o manipulado con vistas a la sensibilidad del receptor, sino que este se sienta a gusto, bombardeado con datos capaces de sostener su fugaz atención; así se obvien los otros elementos que, como lo he señalado, conforman la realidad cabal, tal y como es.
Ello explica, además, la fragilidad y transitoriedad o fugacidad de los liderazgos políticos y/o democráticos emergentes [Venezuela], quedando a salvo quienes se atrincheran en el poder hasta que las turbas digitales los echan o los liberan de sus cárceles [Bolivia, Brasil y Argentina] o quienes rompen el molde del relativismo comentado y apelan al sostenimiento unilateral de las raíces o valores nacionales [Estados Unidos y Gran Bretaña].
Admitida, pues, la declinación del Estado y el agotamiento de los partidos como diafragmas entre la sociedad civil y la sociedad política [vid. mi libro La democracia del siglo XXI y el final de los Estados, La Hoja del Norte, 2009], en la sociedad de la información posmoderna son el ecosistema digital y sus mecanismos los que ordenan o son capaces de pulverizar a las sociedades o de instalar en ellas narrativas políticas de oportunidad, a fin amalgamarlas circunstancialmente, mientras vuelven a su estadio de liquidez adquirido: “Los fluidos, por así decirlo, no se fijan al espacio ni se atan al tiempo”.