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José Antonio y la memoria histórica

por | Historia

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«Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá encontrara ya en paz el pueblo español, tan rico en buenas calidades entrañables, la Patria, el Pan y la Justicia”.

Con estas palabras se despedía de sus amigos y familiares José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange Española, un par de días antes de ser fusilado el 20 de noviembre de 1936, en plena guerra civil, por órdenes del gobierno republicano presidido por el socialista Francisco Largo Caballero. Ahora, ochenta y siete años después, sus restos han sido retirados de la Basílica del Valle de los Caídos, en donde reposaban, en cumplimiento con la Ley de Memoria Democrática promulgada por el gobierno socialista de Pedro Sánchez.

 El pensamiento político de José Antonio (así se le llamó comúnmente, en parte por su juventud, en parte por la camaradería y cercanía que imperaba entre los miembros de la Falange) era particularmente complejo. Estaba a favor de una auténtica revolución social en una nación con casi la mitad de población analfabeta y mayoritariamente rural; quería la nacionalización de la banca y de las principales industrias; proponía la redistribución de la tierra cultivable para aliviar la pobreza en el campo; rechazaba el comunismo y la lucha de clases, así como los separatismos periféricos. No aceptaba la democracia liberal parlamentaria y consideraba que la familia, el municipio y el sindicato eran las unidades naturales de convivencia al interior de una nación, encarnada en un Estado corporativo “nacional sindicalista” con representación orgánica y en el que los trabajadores fueran el cuerpo social. Todo ello imbuido por un ferviente catolicismo, al que fusionó con el destino universal de España en su concepción espiritual de la historia, en la que la Hispanidad era concebida como “una empresa universal de salvación”.

Sus ímpetus revolucionarios espantarán a las derechas tradicionales y conservadoras, mientras que las izquierdas socialistas y comunistas lo considerarán un fascista abominable. Tras la guerra civil, el régimen franquista lo convirtió en un mito, en ese héroe fundacional tan necesario para mantener una mística de acendrado simbolismo, en ese mártir que con solo 33 años dejó un proyecto inconcluso cuya realización justificaba la existencia misma del régimen.

 Hay que tener en cuenta que en esa época la democracia liberal vivía sus horas más bajas. Pocos en el mundo se sentían cautivados por su formalismo parlamentario y procedimental. Eran las ideologías fuertes de diverso signo las que seducían a las masas, a los políticos y también a los intelectuales.

En sociedades como las europeas del período de entreguerras, los grandes relatos ideológicos atraían por su grandilocuencia discursiva, su épica y su estética, así como la vehemencia de sus planteamientos. El escritor Agustín de Foxá, falangista él, sintetizó este sentimiento en una frase lapidaria: “morir por la democracia es como morir por el sistema métrico decimal”.[1]

Admirado por unos, denostado por otros, en todo caso la enigmática figura de José Antonio Primo de Rivera está ya en la historia. Destacados estudiosos han tratado de acercarse a ella desde diferentes perspectivas, como Stanley Paine, Ian Gibson, Luis Suárez, Luis María Sandoval, Javier Tusell o Joan María Thomàs, entre muchos otros.

Por desgracia, de unos años para acá los horrores de la guerra civil han vuelto a ser utilizados como parte de la disputa política cotidiana en España.

Los gobiernos socialistas de José Luis Rodríguez Zapatero y de Pedro Sánchez han promulgado leyes que pretenden imponer una interpretación del pasado reciente, con fines claramente políticos e ideológicos.

 Primero la llamada “ley de memoria histórica” y ahora la llamada “ley de memoria democrática” han obligado a todos los españoles a creer una misma versión de lo que ocurrió en el último siglo. Una versión maniquea que establece, por decreto, que la Segunda República española fue poco menos que un paraíso democrático derrocado salvajemente por el golpismo fascista. Una versión que sólo reconoce los crímenes de uno de los dos bandos y que desconoce, entre otras muchas cosas, que las fuerzas extremistas de izquierda buscaron imponerse antidemocráticamente sobre todas las demás en los meses previos al estallido de la guerra; que milicianos socialistas y fuerzas gubernamentales asesinaron a dos de los principales líderes opositores, como el mencionado José Antonio o José Calvo Sotelo; el genocidio católico llevado a cabo por las fuerzas socialistas, comunistas y anarquistas que, en nombre de la República y de la revolución marxista, asesinaron a 13 obispos, 4184 sacerdotes diocesanos, 2365 religiosos y 283 religiosas.[2] Muchas de esas víctimas, por cierto, han sido elevadas ya a los altares.

Y como parte de ese sectarismo ideológico ya se han retirado de la Basílica del Valle de los Caídos los restos mortales de dos personajes que ahí estaban enterrados: José Antonio Primo de Rivera y, en octubre de 2019, el general Francisco Franco, quien gobernó España entre 1939 y 1975.

 Vale la pena mencionar que la Basílica del Valle de los Caídos fue construida para buscar la reconciliación nacional, después de la fatídica contienda. Ahí están enterradas víctimas que lucharon en ambos bandos. Está a cargo de la orden benedictina, a la cual ahora también se pretende desalojar. La cruz que la preside es la más grande del mundo: mide 150 metros de altura.

 Tras la guerra civil existió un consenso entre los españoles de que aquella contienda jamás debería repetirse. Familias divididas se reconciliaron, se perdonaron y decidieron olvidar y mirar al futuro. Sobre esas premisas se llevó a cabo la transición a la democracia y se redactó la Constitución de 1978. Utilizar el pasado con fines políticos, como han hecho Zapatero y Sánchez, es auténticamente perverso. Hurgar en heridas ya sanadas solamente conduce a nuevos odios y resentimientos que de ninguna manera pueden terminar bien.

El pasado debe dejarse a los historiadores, y cada español debe poder creer, libremente, la versión que quiera acerca de la guerra civil o de cualquier otro episodio pretérito.

En su más célebre obra, 1984, el escritor británico George Orwell hacía énfasis que una de las estrategias prioritarias de los sistemas totalitarios es el control de la historia:

 Si el Partido podía alargar la mano hacia el pasado y decir que este o aquel acontecimiento nunca había ocurrido, esto resultaba mucho más horrible que la tortura y la muerte. (…)

 Y si todos los demás aceptaban la mentira que impuso el Partido, si todos los testimonios decían lo mismo, entonces la mentira pasaba a la Historia y se convertía en verdad. El que controla el pasado, decía el slogan del Partido, controla también el futuro. El que controla el presente, controla el pasado”.[3]

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[1] Rafael Narbona, “Agustín de Foxá: café, copa y puro”, en El Español, 17 de septiembre de 2019, https://www.elespanol.com/el-cultural/blogs/entreclasicos/20190917/agustin-foxa-cafe-copa-puro/430076989_12.html.

[2] Antonio Montero Moreno, Historia de la persecución religiosa en España, 1936-1939, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2004.

[3] George Orwell, 1984, Barcelona, Destino, 2000, vigésimo tercera edición, p. 41.

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