¡Comparte con tu red!

Entre el Estado y la pared (IV): La monarquía

por | Historia, Política

La Cristiandad se había construido sobre la localidad y la imposibilidad de un solo poder de imponer su voluntad de manera directa sobre todo el territorio, la nobleza feudal existía en razón de dicha imposibilidad y su existencia era necesaria para mantener el orden social, era un filtro necesario para transmitir la voluntad del monarca a los estamentos más bajos de la comunidad, pero al ser un filtro implicaba un freno para el poder regio y un contrincante en el terreno político.

Por suerte para los monarcas los cambios sociales que se experimentaban comenzaron a darle una ventaja que los nobles serían incapaces de superar: por un lado la centralización de las instituciones en las urbes significaba que estas ahora se encontraban dentro de los dominios directos del monarca lo que le permitía controlarlas de manera mucho más directa y poder hacer uso de sus facultades para imponer su voluntad, por otro la mejora de las comunicaciones permitía al monarca enviar funcionarios a todos los rincones de su territorio y recibir de estos información veraz y medianamente rápida a la vez que podía comunicar sus decisiones con mayor celeridad.

La función de los nobles como guardianes del orden social e intermediarios entre los monarcas y el pueblo se volvía innecesaria, su papel podía ser adoptado por funcionarios reales cuyo poder procedía directamente del monarca y al cual nunca se enfrentarían. De tal manera, así como el feudo había sido bastión de los nobles la ciudad sería lo mismo para los reyes y el enfrentamiento entre los dos modos de vida sería también la lucha entre los monarcas y los señores.

El caso francés es emblemático de esta lucha y su ejemplo será seguido en mayor o menor grado replicado por casi todas las naciones europeas en un momento u otro de su historia debido a sus resultados en la eliminación de los poderes locales y la concentración de los mismos en las manos de los monarcas.

Los reyes franceses disminuyeron el poder de la nobleza de dos maneras: por un lado se propugnó la consolidación de las distintas autoridades políticas y sociales en las ciudades, eliminando de esta manera el factor de dispersión territorio que limitaba el alcance de las políticas reales[1]; mientras por el otro se extirpaba a la nobleza de sus tierras y se le separaba de sus siervos, quebrando la base de los pactos feudales y convirtiendo a los nobles en insoportables para la sociedad que los veía privilegiados e irresponsables, a la vez que convertía sus privilegios en concesiones reales y no derechos que correspondieren por la protección y defensa de los siervos.[2]

La perversión de la nobleza y la pérdida de valor del pacto de honor que fundaba la jerarquía medieval debilitaron fuertemente a la Cristiandad, el feudo era incapaz de hacer frente políticamente a la ciudad. El triunfo de la urbe afectó no solo a la nobleza, sino también a la multitud de instituciones locales que a su lado se había constituido con base en la misma localidad, a todas estas la monarquía centralizó y fagocitó hasta convertirse en la única fuente de autoridad en sus territorios.[3]

La centralización del poder en manos de los reyes y la unificación de esta manera de los territorios dio fuerza al sentimiento, ya existente aunque difuso, de la particularidad propia de las regiones y la existencia de identidades comunitarias, las cuales debían tener sus propias formas de gobierno.[4]

La muerte de la localidad llevaba implícita a su vez la condena del otro gran ideal de la Cristiandad, la Universalidad; de esta manera hacía obligatorio el enfrentamiento con las otras dos autoridades que compartían la esfera política: la Iglesia y el Imperio.

La Iglesia Católica atravesaba la grave crisis del Cisma de Occidente (1378-1417) que enfrentaba a los papas de Roma y Avignon minando la unidad de la institución y exhibiéndose como presa de intereses mundanos y de corrupción; el espectáculo que daban las luchas de poder entre los diferentes papas por el control de la Iglesia provocó una fuertísima conmoción al interior de esta que desembocó en dos respuestas:

Por un lado aparecieron movimiento reformistas como el de Wycliffe (1320- 1384) y el de Jan Hus (1373- 1415) de corte popular y nacional que identificaban al total de la comunidad, y no a la jerarquía, como depositaria de la ley divina y el poder espiritual, a la vez que otorgaban un lugar privilegiado a la relación directa de cada creyente con Dios sobre el ceremonial y la liturgia canónica propugnando por la abolición de la supremacía pontificia, el poder quedaba en manos de los seglares quienes tenían el derecho y la obligación de reformar al clero.[5]

Ante estas propuestas heréticas algunos teólogos eruditos desarrollaron la teoría conciliar la cual planteaba que al ser la Iglesia una sociedad perfecta contaba con todos los poderes para gobernarse y por lo tanto era capaz de crear su propio derecho y establecer sus propios gobernantes, para lo cual se requería del consentimiento de la comunidad el cual en el caso de la Iglesia era expresado por el Concilio y del cual el clero y el Papa eran sus servidores.[6]

Ambas respuestas minaron de manera directa o indirecta la posición de la Iglesia en la Cristiandad y fortalecieron la posición de los monarcas. La postura de los reformadores espiritualiza en exceso a la Iglesia y la independiza de la jerarquía eclesiástica paradójicamente uniéndola mucho más a las autoridades sociales y políticas que rápidamente ocuparon el espacio de dirección que dejaba vacante la desaparición del clero; al mismo tiempo los líderes reformadores se dieron cuenta de que la única forma de coaccionar al Papa y a la jerarquía para alcanzar sus objetivos era mediante el apoyo del poder regio, al cual adularon con el fin de obtener su ayuda fortaleciendo su posición y dándole un fundamento teológico distinto del que la Iglesia Católica había dado.

Por su parte los teólogos que propusieron la teoría del Concilio no sólo no lograron cambiar la forma de gobierno de la Iglesia, sino que provocaron una reacción contraria que actualizó la teoría medieval de la supremacía pontificia al punto de convertirla en una teoría de absolutismo papal a partir del cual se formularon las teorías de absolutismo regio.

Antes de que los monarcas locales se aprovecharan de las trifulcas y luchas intestinas de la Iglesia, el Emperador ya había intentado hacerlo, pero su débil posición no le había permitido aprovechar la coyuntura y al contrario de lo deseado su temeridad le costó perder el último elemento de legitimidad que la quedaba al perder el reconocimiento de la Iglesia. Desde la Querella de las Investiduras el Imperio se había mostrado como un aliado peligroso e inestable de la Iglesia por lo que ésta no tuvo mucho remordimiento en debilitar su autoridad en beneficio propio, lo que implicó el llevarla a dar mayor apoyo a los monarcas nacionales en detrimento del poder imperial.

Los conflictos entre los reyes locales y el Imperio fueron la oportunidad perfecta para la Iglesia para volver a este último en algo irrelevante y negarle el limitadisimo poder indirecto que lo diferenciaba del resto de las monarquías. La Iglesia encontró en la fórmula rex imperator in regno suo (“El rey es emperador en su reino”) el adagio ideal en el que condensar toda su hostilidad al Imperio, bajo esta fórmula toda la tradición jurídica podría reinterpretarse para eliminar al molesto sujeto y atribuir sus facultades a los monarcas nacionales; de esta manera todos los monarcas se convertían en emperadores y por lo tanto ninguno lo era, el antiguo título de “Emperador del Sacro Imperio Romano” no era más que eso, perdiendo todo poder indirecto y moral que alguna vez había llegado a poseer.[7]

Las monarquías nacionales se mantuvieron al margen de las luchas entre la Iglesia y el Imperio, acercándose de vez en cuando a apoyar la posición de alguna de ellas en detrimento de la otra y apurándose a ocupar los argumentos y espacios que estas iban creando y liberando.

 El gran perdedor de esta lucha fue el Imperio[8], pero su derrota era una victoria pírrica para la Iglesia, sus fuerzas estaban desgastadas, había minado sus propias bases de universalidad y al crear la teoría del absolutismo papal había destrozado las bases sobre las que se había construido la Cristiandad.

De esta manera las monarquías nacionales y la burguesía se encontraban enfrentadas ahora a los mismos enemigos: la Iglesia y la Nobleza; a las cuales cada uno buscaba debilitar o suplantar en favor de sus propios intereses. La burguesía conocía sus propias limitaciones y aunque aspiraba a obtener un mayor poder político sabía que su posición no le permitía enfrentarse a la influencia de la nobleza, aunque contaba con los medios económicos para hacerlo; la monarquía por su parte tenía la legitimidad para enfrentarse a los nobles, pero en la mayor parte de los casos carecía de los recursos que eran necesarios para llevar a cabo tal empresa.

El acuerdo era no sólo satisfactorio sino necesario para que ambos grupos alcanzaran sus objetivos. La burguesía empleó todos sus recursos en subordinar las antiguas instituciones representativas a la monarquía así como prestarle los recursos necesarios para concentrar el poder militar y la administración de justicia en sus manos; la monarquía por su parte se aseguró de atender a las peticiones y necesidades de sus aliados, las cuales igualmente le permitían continuar fortaleciendo su posición.

[1] Este proceso llevaría a la reorganización política de 1789 que centralizaba todos los poderes y autoridades administrativas de cada provincia en sus respectivas capitales.

[2] Este proceso también fue realizado por los mismos nobles, que celosos de los consejeros reales (casi todos plebeyos) se lanzaron a la vida cortesana esperando hacerse de mayores beneficios en prejuicio de sus funciones tradicionales.

[3] Cfr. SABINE, George H., Historia de la teoría política, FCE, 3°Edición, 1° Reimpresión, 1994, España, p.265

[4] Cfr. NEGRO, Dalmacio, Historia de las formas del Estado. Una Introducción, 1a. ed., El Buey Mudo, España, 2010, versión de Kindle, posición 649

[5] Cfr. SABINE, George, Op. cit., pp.251 y 252

[6] Cfr. Ibidem, p.253 a 261

[7] Cfr. NEGRO, Dalmacio, op.cit., posición 649

[8] Aunque se mantendría nominalmente hasta el año 1806.

Autor