El Rey ha vuelto

Siempre que las cosas van mal, cuando una calamidad azota a una comunidad, los ojos lastimosos se dirigen ya al cielo, ya al horizonte. Es a Dios a quien espera el sufriente, es de Él de quien espera la final liberación (Is 61:1); es, por otro lado, el caudillo, el líder carismático, el último recurso en un mundo sin dirección, sin orden. Ya Platón, en su República, explicaba el tránsito de la democracia corrupta al gobierno unipersonal—monárquico y luego tiránico—como una necesidad casi natural: la masa desordenada termina echándose en brazos del salvador, del caudillo cuya fuerza y decisión dará sentido y orden a la comunidad.
La relación entre el Dios que salva y el líder absoluto es, en realidad, mucho más compleja e interesante. En Monoteísmo como problema político, el teólogo evangélico -converso al catolicismo en 1930-, Erik Peterson, realiza quizá el ataque más importante contra la idea de la teología política entendida como el esfuerzo humano por hacer coincidir el orden de la comunidad humana con el orden cósmico. Peterson parte del texto homérico citado por Aristóteles en Metafísica, “No es bueno que gobiernen muchos. Sea uno el que gobierne” (1076a, 3ff), identificando esta idea como la base de la justificación de una teología política.
En resumen, es porque el gobierno divino es unitario que el gobierno humano, que no puede hacer mejor que imitar el orden cósmico, debe ser unitario también. No puedo entrar a discutir, ni siquiera exponer brevemente, el erudito tratado de Peterson.
Baste aquí con recordar la conclusión a la que llega. Después de analizar la teología política judía de Filón, así como la patrística, Peterson concluye que es con Gregorio Nacianceno que la teología política cristiana es clausurada. Según el padre capadocio del siglo IV, en su Tercera Oración Teológica, sobre el Hijo, el misterio trinitario es tal que cualquier intento de encontrarle similitud en el orden creado se vuelve imposible. Por ende, Peterson termina afirmando que “la paz que busca el cristianismo no será ganada por emperador alguno, sino que será recibida únicamente como don de aquel que ‘es más grande que todo entendimiento’”.[1]
La identificación del soberano con el Dios omnipotente animó proyectos absolutistas como el de Thomas Hobbes, en el siglo XVII y, el de Carl Schmitt, el jurista católico que vio en Hitler al líder decisionista que devolvería la dignidad a la política. Schmitt fue un férreo antiliberal que vio a la modernidad como nada más que la generalización del principio económico de la utilidad en todas las esferas de la experiencia humana. El antídoto a la clase discutidora impuesta por los débiles liberales era nada menos que el líder decisionista que, asumiendo la soberanía en toda su extensión y terror, es capaz de decidir sobre la excepción, distinguiendo a quien está cobijado por la ley y quien ha sido abandonado por ella, esto es, diferenciando entre la mera supervivencia (zoē) y la existencia política dentro de la ciudad (bios).[2]
El líder decisionista que está encima y fuera de la ley—en tanto que es capaz de determinar la excepción a la ley—es capaz, sin duda, de responder al problema del “deadlock” democrático, esto es, la inmovilidad, la incapacidad de sacar adelante decisiones importantes para la comunidad. Del otro lado, asemejar al príncipe decisionista a la condición de omnipotente demiurgo representa, precisamente, el peligro que la democracia moderna busca evitar, a saber, la tiranía, entendida como el punto en el que la acumulación de poder en un solo núcleo produce un poder decisor irresistible.
Contra Schmitt y su aludido catolicismo, habrá que decir que el cristianismo ha entendido siempre la búsqueda del poder absoluto—que, en términos teológicos, implica la identificación con Dios—como un acto estrictamente diabólico. No es coincidencia, pues, que el evangelio de Juan describa a Satán, a quien ha sido dado poder sobre todos los reinos del mundo (Mt 4:1-11; Lc 4:1-13; Mc 1:12-13), como el “príncipe de este mundo” (Jn 12:31). El poder irresistible y absoluto es, pues, para el cristianismo, nada más que un acto diabólico. El Führer del Tercer Reich, así como el Duce italiano y el Generalísimo español son todos ejemplos de esta deformación política.
El populismo se encuentra a medio camino entre la democracia y los experimentos totalitarios. Sin lugar a duda, el populismo no es totalitario, pero no obstante mantiene ciertas semejanzas con estos regímenes, específicamente en el rechazo de la dispersión del poder.
En efecto, todo populismo tiende ineluctablemente a la individualización. Incluso Ernesto Laclau, simpatizante del principio populista, acepta que la consolidación de un movimiento populista exige el momento de singularidad, es decir, del líder carismático.[3] Los actuales caudillos populistas han mostrado siempre una repugnancia frente al principio de división de poderes, prefiriendo hacerse con el control de las legislaturas o las magistraturas, desapareciendo organismos autónomos y todos aquellos sitios que amenacen con convertirse en espacios de contestación y resistencia.
En México, la lucha de López Obrador contra los organismos autónomos ha encontrado su punto paradigmático en los desquiciados intentos por reformar al INE, nacidos del resentimiento del presidente contra la institución a la que falsamente acusa de haber orquestado un fraude en su contra en 2006. Donald Trump, por su parte, fue el primer presidente en abiertamente rechazar la autoridad electoral norteamericana, reservándose el derecho de desconocer la validez de las elecciones en caso de perder—situación que llevó al catastrófico asalto al capitolio el 6 de enero de 2021, tras la derrota de Trump por la reelección presidencial.
El poder unipersonal, debemos reconocer, soluciona los problemas de coordinación política típicos de la democracia. El costo de esta eficiencia, sin embargo, es la entrega total del poder a un sujeto que se vuelve todopoderoso.
El líder populista no alcanza las cimas a las que llegaran sus parientes totalitarios—de entrada, el populismo no busca la destrucción del enemigo, sino más bien promueve el antagonismo como el combustible que anima al régimen; asimismo, el populismo no desconoce a la democracia como hace el totalitarismo, sino que se disfraza de democracia para conseguir sus objetivos—, pero no obstante sí que mina el principio democrático de la división de poderes y los pesos y contrapesos como protecciones contra el poder tiránico.
El rey, pues, ha vuelto. Quizá valga recordar aquí la reticencia que mostró Samuel respecto de la petición del pueblo de Israel de tener un rey: “constitúyenos ahora un rey que nos juzgue, como tienen todas las naciones” (1 Sam 8:5). Dios apacigua al profeta y le ordena dar al pueblo su rey, no sin advertir de los peligros de semejante poder:
Así hará el rey que reinará sobre vosotros: tomará vuestros hijos, y los pondrá en sus carros y en su gente de a caballo, para que corran delante de su carro; y nombrará para sí jefes de miles y jefes de cincuentenas; los pondrá asimismo a que aren sus campos y sieguen sus mieses, y a que hagan sus armas de guerra y los pertrechos de sus carros. Tomará también a vuestras hijas para que sean perfumadoras, cocineras y amasadoras. Asimismo, tomará lo mejor de vuestras tierras, de vuestras viñas y de vuestros olivares, y los dará a sus siervos. Diezmará vuestro grano y vuestras viñas, para dar a sus oficiales y a sus siervos. Tomará vuestros siervos y vuestras siervas, vuestros mejores jóvenes, y vuestros asnos, y con ellos hará sus obras. Diezmará también vuestros rebaños, y seréis sus siervos. Y clamaréis aquel día a causa de vuestro rey que os habréis elegido, más Jehová no os responderá en aquel día.
La tradición judeocristiana alerta contra la personalización del poder, contra el decisionismo exacerbado que no reconoce límite alguno. El populismo surge del miedo provocado por crisis que azotan a los pueblos, moviéndolos a pedir un salvador.
La realidad, empero, es que incluso los santos y los héroes, cuando son agasajados por el poder, terminan siendo seducidos. La democracia responde al canto de sirenas, primero, despersonalizando el poder y, segundo, limitándolo en el tiempo, convirtiéndolo en una oficina temporal dedicada al servicio del pueblo, término este al que dedicaremos la siguiente entrega.
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[1] Erik Peterson, “Monotheism as a Political Problem”, en Theological Tractates, Stanford: Stanford University Press, 2011, 105. Respecto de la “clausura” de la teología política ver Carl Schmitt, Political Theology II, Cambridge: Polity Press, 2008; Giorgio Agamben, The Kingdom and the Glory. For a Theological Genealogy of Economy and Government, Stanford: Stanford University Press, 2011.
[2] Véanse Carl Schmitt, Political Theology, Chicago: The University of Chicago Press, 2010, cap. 1; Giorgio Agamben, Homo Sacer: Sovereign Life and Bare Life, Stanford: Stanford University Press, 2008; Giorgio Agamben, State of Exception, Chicago: The University of Chicago Press, 2005.
[3] Ernesto Laclau, On Populist Reason, New York: Verso, 2018, 100.
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