La política, forma exigente de la Caridad

«L a Fe agudiza la mirada interior abriendo la mente para que descubra, en el sucederse de los acontecimientos, la presencia operante de la Providencia”
(FR, nº16)
Se vive hoy una sociedad sumergida en un profundo individualismo, que conspira contra la esencia misma de la vida comunitaria; el hombre descree de la acción política como búsqueda del Bien Común, y por ello se desentiende de su responsabilidad social, y sumido en un escepticismo quietista que lo empuja a vivir un ‘eterno presente’, pierde el horizonte de una vocación de servicio.
Asimismo, la corrupción generalizada de quienes detentan la autoridad en las naciones, que han convertido su función en un ejercicio desmedido del poder, buscando el bien particular y no el Bien Común, provoca una actitud posmoderna de rebelión contra toda autoridad. Ante esta situación es necesario proponer, un volver la mirada y el pensamiento a la esencia misma de la autoridad y de aquellos que están llamados a ejercerla.
La Providencia divina es el gobierno de Dios sobre el mundo, en este sentido todo cuanto sucede es providencial. Pensar que la criatura pueda hacer algo que se le imponga a Dios, aunque éste no lo quiera, es algo simplemente ridículo. Dios es omnipotente.
La armonía del orden cósmico es la manifestación primera de la providencia de Dios, todo ordenado a un fin que no alcanza por azar, sino intencionalmente. Los seres sin racionalidad no pueden tender a un fin sino bajo la dirección de otro ser consciente e inteligente, que es Dios.
Toda la historia humana es providencial, la de los pueblos y la de cada hombre, todo tiene un sentido profundo, lo grande y lo pequeño, conforme a lo que Jesús nos dice: “Ni un solo gorrión caerá al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los pelos de la cabeza están contados”[1]. También el pecado de los hombres realiza indirectamente la providencia de Dios, sabe Dios perfectamente cuál es el bien que promueve y cuál el mal que permite para un bien mayor. Del mayor mal de la historia humana, que es la cruz, saca Dios el mayor bien para todos los hombres.
¿Cómo es el Gobierno Providente?
Vamos a describir los modos del Gobierno Providente de Dios, como asimismo nos detendremos a considerar las características del ejercicio de su autoridad, para ver en ella el modelo al cual debiesen aspirar todos aquellos que la ejercen sobre la tierra.
La Providencia de Dios ordena inmediatamente todas y cada una de las criaturas a su fin. Las innumerables mediaciones de que Dios se vale, -una persona, un libro, una persecución, un encuentro-, no eliminan la inmediatez propia de la acción divina. Los medios por los que Dios realiza su gobierno providencial son:
Las leyes físicas, las leyes morales, y también las frecuentes iluminaciones y mociones particulares con las que dirige al hombre. La oración de petición. Intervenciones extraordinarias y milagrosas. Dios y los Santos, intervienen a veces, milagrosamente en atención a la fe de los hombres que peregrinamos hacia la eternidad.
Caracteres de la Autoridad de Dios
Autoridad fundada en el amor. Dios es amor, y todo lo que obra lo hace en razón de su amor infinito hacia el ser; el ejercicio de su autoridad lo funda en buscar el bien del ser amado, aún permitiendo el mal, siempre en orden a un bien mayor. Y así debe manifestarse la autoridad del hombre, en cualquiera de sus órdenes, familiar, empresarial, religiosa, política; quien no ama a aquellos que Dios le ha confiado como subordinados, es imposible que busque el bien de los mismos, y su autoridad carece de legitimidad. Si por el contrario fundamos el ejercicio del mando en el amor, seremos capaces también de corregir al que se equivoca, buscando su bien y procurando que su peregrinar en esta tierra esté siempre orientado hacia su fin.
Autoridad como servicio. Mandar es servir; Dios a través de su gobierno providente sirve al hombre, para que éste reafirme a cada instante el camino que lo lleva a la felicidad absoluta, y pueda contemplar al final de sus días, cara a cara a Dios, nuestro Señor.
De igual manera ha de ser el ejercicio de la autoridad entre los hombres, por eso se acuñó aquel lema que dice que quien no gobierna para servir, no sirve para gobernar, y es esta vocación de servicio la que debe animar a todo aquel que tiene responsabilidades sobre los demás, en especial los gobernantes de las naciones, cuya autoridad se legitima en el ejercicio, promoviendo el Bien Común, y no buscando con exclusividad el bien personal o el bien del partido; la autoridad es ‘servir a’, no un ‘servirse de’. Si vivimos la autoridad humana como servicio, estaremos imitando a Dios, que continuamente y sin interrupción ama y sirve al hombre.
Universal y competente. Dios por su misma esencia ejerce un dominio sobre todo lo creado, su inteligencia divina lo hace competente para ordenar con sabiduría todo cuanto existe. El hombre que posee autoridad como participación de la autoridad divina, debe ser competente en el área de la cual es responsable, es decir tener idoneidad en aquello que se le ha encomendado, sin ella su ejercicio se vuelve ilegítimo. Y esto implica también poseer sentido de la realidad, que es ver con claridad, ver la verdad, lo justo, ver a lo lejos, es conocerse a sí mismo, conocer sus posibilidades y sus límites, es conocer los medios de que se dispone, los hombres quienes serán los colaboradores, los obstáculos que se presentarán, los escollos que se han de evitar, las dificultades que superar, las deficiencias que suplir.
Ante un nuevo milenio de la fe cristiana, en un mundo escéptico y que ha perdido el sentido de la vida, el desafío actual consiste en renovar nuestra absoluta esperanza en la Providencia Divina, imitando su Gobierno, en el ejercicio de la autoridad, ya sea en la familia, la empresa, la escuela, la comunidad religiosa o la sociedad política; esta última, que pareciese encontrarse en un prolongado Viernes Santo, a la espera de los héroes y los santos que hagan resucitar a las patrias a través del ejercicio de la autoridad como expresión clara de servicio al Bien Común.
Es por ello que el Papa San Juan Pablo II, nos exhortaba a nosotros, los fieles laicos, a no permanecer ociosos ante el desafío de las realidades temporales, y nos decía que “en el ejercicio de la política, vista en el sentido más noble y auténtico como administración del bien común, (podemos) encontrar también el camino de la propia santificación”[2]
Eficaz participación representativa de los gobernados
Hay que volver a considerar la existencia de una norma moral objetiva, válida para todos los tiempos y todos los hombres, que surge de la propia naturaleza humana, y por lo tanto es inmutable. En consecuencia, el des-orden global al que asistimos proviene de lo que Benedicto XVI, llama «la dictadura del relativismo», por el cual se viola impunemente la dignidad de las personas y los pueblos. Si los imperios promulgan leyes de acuerdo a su conveniencia, sin considerar el derecho natural, indudablemente conducen al hombre a una convivencia salvaje donde se entroniza el individualismo por encima del Bien Común y se avasalla en derecho de los débiles en orden personal y de las ‘pequeñas naciones’.
El orden político, la búsqueda del Bien Común.
A lo largo de la historia el poder político no siempre ha estado al servicio del hombre; particularmente el siglo XX es testigo de regímenes totalitarios que conculcaron la dignidad de la persona humana, privándola de sus derechos esenciales; y hoy, en los albores del siglo XXI pareciera que, aunque se predique la democracia como un sistema político inclusivo y de participación, la realidad nos indica que la mayoría de las veces nos encontramos frente a totalitarismos visibles o encubiertos con ropajes democráticos.
En gran medida esto sucede, como afirmara San Juan Pablo II en Centesimus Annus, cuando el agnosticismo y el relativismo escéptico se convierten en los fundamentos de las llamadas políticas democráticas.
Se pierde de vista que la autoridad lleva en sí misma una doble condición de legitimidad, la de origen y la de ejercicio.
Hoy se percibe muchas veces, una forma viciada de alcanzar el poder político, ya que se accede al mismo mediante el uso de la mentira y de promesas electorales imposibles de cumplir, lo que provoca una ausencia de auténtica libertad del votante al momento de elegir, en los regímenes de voto popular.
Pero quizás la más evidente de las corrupciones del poder político, es la ausencia de legitimidad en el ejercicio, ya que no se busca como fin el Bien Común, (conjunto de condiciones sociales que hacen posible que todo hombre alcance su plenitud espiritual y temporal), sino que prevalecen los intereses individuales, sectarios o de partido en detrimento de la razón de ser de la autoridad, que es procurar ese Bien de todos.
Esta ilegitimidad de la autoridad es una de las causas del desorden político que desemboca en un totalitarismo donde el gobernante hace suya la frase histórica ‘El estado soy yo’ y no permite disenso alguno, y asimismo genera un estado de anarquía, donde la instrumentalización política de la violencia, se convierte en el paradigma de este ‘desorden organizado’.
Ejemplo contemporáneo de tal estado del poder político son las llamadas democracias liberales que al decir de San Juan Pablo II, consideran que “quienes están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos”. A este propósito, hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. (Centesimus Annus nº 46)
Como vemos, el relativismo gnoseológico y el desprecio por la verdad, se encuentran en la raíz de las falsas democracias; ya que se pretende incluso, someter al voto popular los principios del orden natural, como el derecho a la vida, entre otros, haciendo de la verdad el patrimonio del ‘número’, que ha de consensuar qué es lo Verdadero, lo Bueno y lo Bello, según los nuevos tiranos del poder: los formadores de opinión.
La democracia participativa
Ante este desorden político, cabe preguntarnos sobre las opciones que hemos de procurar para contribuir a un recto orden social, económico y político; una vez más recurrimos al Magisterio de San Juan Pablo II, quien nos dice: “La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente … Una auténtica democracia es posible solamente en un estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana” (Centesimus Annus nº 46).
Se fijan así las condiciones de un régimen político que verdaderamente esté al servicio de todo el hombre y de todos los hombres; el mismo, supone la articulación de la sociedad a través de las asociaciones intermedias que coadyuvan a vivir una comunidad organizada, que se sustenta en los principios de solidaridad y subsidiariedad.
Esto reclama un Estado presente y eficiente que como fin último debe procurar la Gloria de Dios y como fin inmediato el Bien Común, por ello todo proyecto que se pretenda construir de espaldas a la voluntad de Dios, irremediablemente llevará al fracaso, aunque pudiese parecer que se alcanzan algunos logros, éstos serán efímeros, pues no responden a la religación principal de todo hombre y de toda comunidad, que es la religación con Dios.
Como nos lo expresa Benedicto XVI: “si bien son muchos los problemas que hay que afrontar, el problema fundamental del hombre de hoy sigue siendo el problema de Dios». Y es que «ningún otro problema humano y social podrá resolverse de verdad si Dios no vuelve al centro de nuestra vida», pues Él es «fuente de la esperanza que cambia el interior y no decepciona» y, por lo tanto, da «consistencia y vigor a nuestros proyectos de bien»… «en el marco de una laicidad sana y bien entendida, es necesario resistir a toda tendencia que considere la religión, y en particular el cristianismo, como un hecho solo privado».
En cambio «las perspectivas que nacen de nuestra fe pueden ofrecer una contribución fundamental para aclarar y solucionar los mayores problemas sociales y morales de Italia y de Europa actualmente».
«Fuerte y constante debe ser igualmente nuestro empeño, entre otros puntos, por la dignidad y la tutela de la vida humana en todo momento y condición, desde la concepción y desde la fase embrional a las situaciones de enfermedad y de sufrimiento, hasta la muerte natural».
Vocaciones laicales a la política
Por todo lo expuesto, es necesario suscitar en la sociedad vocaciones políticas, que asuman su tarea como un auténtico servicio, que implica el desprendimiento de sí, la entrega generosa, la idoneidad, la prudencia; en suma todas las virtudes necesarias para el recto ejercicio de la autoridad y el poder, teniendo como modelo el Gobierno de Dios providente que ama y sirve a todos los hombres.
Sólo con dirigentes con vocación política y una sociedad ordenada, podemos crecer en la esperanza de vislumbrar a nuestras Patrias, fieles a su origen y a la vocación, que como nación, asumimos.
Vivir esta vocación es, no sólo, cumplir con nuestros deberes ciudadanos, sino también desplegar toda una dimensión de solidaridad, preocupándonos y ocupándonos de aquellos que tienen mayor necesidad, participando activamente del quehacer social y político; no podemos permanecer indiferentes, encerrados en nuestro egoísmo que nos impide ver en plenitud.
Estamos acostumbrados a vivir una democracia llamada representativa, que no representa a nadie, y en la que todos evitan la responsabilidad del Bien Común; por ello debemos una vez más escuchar la voz de San Juan Pablo II, quien en Centésimus Annus, nos dice:
» Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la «subjetividad» de la sociedad mediante la creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad.
Es, en estas circunstancias, donde se hace más urgente la acción de los fieles laicos en la evangelización del orden temporal, insertándonos en las asociaciones intermedias que hacen de la sociedad una comunidad organizada que cumple con sus deberes y exige el reconocimiento de sus derechos por parte del Estado, principalmente de aquellos que son esenciales a la dignidad de la persona humana, como el derecho a la vida.
San Juan Pablo II nos exhortaba:
«Para animar cristianamente el orden temporal -en el sentido señalado de servir a la persona y a la sociedad- los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la » política «; es decir, de la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común.» …»La solidaridad es el estilo y el medio para la realización de una política que quiera mirar al verdadero desarrollo humano. Ésta reclama la participación activa y responsable de todos en la vida política, desde cada uno de los ciudadanos a los diversos grupos, desde los sindicatos a los partidos.»[3]
El santo nos propone una presencia activa en la acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural; en todas estas áreas la persona actúa a través de asociaciones intermedias, con objeto propio.
Las mismas surgen del derecho natural de asociación, y representan la más genuina organización de la comunidad, ya que es en ellas donde la persona encuentra el cause necesario al ejercicio de sus derechos, cuando éstos son conculcados por un estado totalitario y avasallador.
Pidamos a nuestra Santísima Madre, la siempre fiel, que nos conceda la fidelidad y el amor a Dios, a la Patria y a la Familia, cimientos firmes de un auténtico ejercicio de la política, forma exigente de la Caridad.
[1] Mt 10,29-30
[2] Juan Pablo II – Iglesia en América nº 44
[3] Juan Pablo II, Christifidelis Laici, nº 42