La era de los antagonismos

Visite usted un sitio pro-life y cambie rápidamente a uno pro-choice; escuche un discurso proferido por un candidato republicano e, inmediatamente, conéctese al tren discursivo de un demócrata; cambie ahora las categorías “republicano” y “demócrata” por “lopezobradorista” y “anti-lopezobradorista”. El resultado será sorprendentemente similar: gritos, descalificaciones, argumentos ad hominem, sustitución del espectro político por un binarismo alimentado por el más burdo radicalismo.
Asistimos a una nueva forma de “pensar”—entrecomillado, como quedará claro, por un asunto de prudencia— que surgió del debilitamiento de los consensos que emergieron de la victoria de la democracia liberal, parcial en 1945 y definitiva en 1989, y que hoy parecen estar siendo sustituidos por el regreso de la lógica tribal, la desconfianza hacia el otro y la vuelta a la peor versión de la teología política, a saber, aquella que convierte la competencia política en pugna cósmica, convirtiendo al adversario político en mal radical y que deifica el poder, tornándolo en herramienta para fundar el cielo aquí y ahora.
En décadas pasadas, la pregunta central para las democracias occidentales era cómo mejorar este régimen político, que se comprendía a priori como el mejor equipado para prevenir la tiranía y proteger los derechos y libertades de la persona. Hoy, en cambio, la pregunta más interesante es sobre si los pueblos seguirán apoyando la democracia como ese sistema que fue prácticamente hegemónico durante las últimas décadas. Que la democracia está en una profunda crisis no es noticia, como lo atestigua la importante cantidad de textos publicados en los últimos años sobre el tema.[1] Algo similar, en efecto, puede decirse de la religión institucionalizada: el catolicismo fue sacudido por los escándalos de corrupción y pederastia al interior de la curia y en todo lo largo y ancho del orbe, y hoy día aparece, también, escindido por la lucha fratricida entre progresistas y conservadores, cada uno de los cuales quiere tomar, respectivamente, a Francisco o a Benedicto XVI como paladines, ignorando por completo que no existió nunca conflicto alguno entre ambos pontífices.[2]
El antagonismo se ha sentado en el trono. Producto de la desilusión respecto de las promesas de la democracia, la ignorancia ciudadana sobre los alcances de dicho régimen político, la masificación consumista en una sociedad de mónadas narcisistas, así como de redes sociales que hacen cada vez más angosto el horizonte cognitivo individual, el antagonismo surge como correlato ineluctable de una des-culturización democrática, del vaciamiento del sentido cívico y el abandono en las aulas del compromiso con la formación de ciudadanos y del creciente temor frente al otro—ya se presente como el extranjero, el migrante, la mujer, el judío, el homosexual, el musulmán o simplemente el distinto.
Y, junto a esta confrontación primitiva que recela de lo distinto, el populismo reemerge salvador, presentándose como sentido común, como proyecto de purificación de ese pueblo mitificado—“pueblo-bueno”, “pueblo-auténtico”—que ha sido traicionado por fuerzas malignas que deben ser aniquilados si anhelamos algún día tener paz. Trastocando la conceptualización del “Pueblo” democrático como un lugar simbólico que debe permanecer vacío, esto es, un lugar esencialmente irrepresentable —puesto que la democracia se presenta a sí misma como institucionalización del conflicto entre facciones antes que como mecanismo para dar voz al Pueblo (con mayúscula)— el populismo se alimenta del miedo de sociedades cada vez más frágiles, más radicales y fundamentalistas, ofreciendo el plato de lentejas de un resurgir patriotero a cambio de la libertad, la conciencia y el sentido común de sus integrantes.
Donald Trump, Boris Johnson, Jair Bolsonaro, Tayyip Erdoğan, Viktor Orbán y Andrés Manuel López Obrador son algunos nombres que saltan a la mente al pensar en esta nueva forma de hacer política.
En todos los casos reina una estructura similar, a saber, el esfuerzo por entronizar a la propia facción como el pueblo originario y legítimo, más allá del cual existen enemigos que en la mayoría de las ocasiones son construidos como enemigos existenciales o cósmicos antes que como adversarios.
Dos importantes consecuencias se siguen de este viraje al populismo. Primero, el diálogo es abandonado y sustituido por la propaganda política. Dondequiera que uno mira, el debate desaparece y, en su lugar, emerge una cultura de gritos e insultos o, en su defecto, una cultura de colores: yo soy verde, tú morado; yo soy rojo, tú azul; yo blanco, tu negro; los gobiernos, a su vez, inundan la opinión pública de fake news, convirtiendo a los ciudadanos, cada vez menos capaces de distinguir lo real de lo ficticio, en partisanos, en carne de cañón fanática que nada entiende, nada examina y nada critica, conformándose con destruir, con vociferar, con denostar todo lo que no demuestre ser compatible con la idea que el demagogo ha puesto en sus cabezas. Las tonalidades son borradas del mapa político, dejando un tablero de ajedrez que exige matar o morir.
El vaciamiento de ideas contribuye, evidentemente, a este fenómeno: hoy leer ya no está de moda, el filtro burbuja[3] de las redes sociales convence al usuario ignorante de que su postura es la visión del mundo, y que, por ende, todo aquel que difiera es un estúpido o, peor, un ser maligno que debe ser destruido.
Segundo, una vez que el componente dialógico-democrático es hecho de lado, la política abandona su esfera y comienza a hincharse, transformando la idea agustiniana, secular y democrático-liberal de la política como el sobrio arte de administrar bienes comunes, en la distopía imperial: el poder deificado, la idea de un poder que nunca muera, un poder absoluto, inapelable e irresistible, glorificado por y para sí mismo, una descomunal fuerza centrípeta que se olvida de la persona y su dignidad y de los límites de lo político. Esta política deificada no es otra que la de vida o muerte, la del estado de emergencia perpetuo, la que exige el sacrificio último a sus hijos, la que quiere suspender la ley para salvar a la madre patria, la que se permite aplastar seres de carne y hueso en nombre del superhombre del futuro, que no es otra cosa que una ridícula caricatura, el espejo invertido de mentes resentidas que sueñan con la venganza final contra sus enemigos, reales o imaginarios, que se cobrará en una batalla cósmica de la que nacerá una nueva humanidad.
Explicar los resortes internos de la peste populista requiere una ardua tarea. Este espacio quiere dedicarse, precisamente, a pensar el populismo en tanto que amenaza fundamental contra el orden democrático occidental, que fue y sigue siendo la más excelsa apuesta humana para protegernos de la tiranía y el desprecio de la dignidad de la persona.
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[1] Ver Anne Applebaum, Twilight of Democracy: The Seductive Lure of Authoritarianism, New York: Doubleday Books, 2020; Wendy Brown, In the Ruins of Neoliberalism: The Rise of Antidemocratic Politics in the West, New York: The Columbia University Press, 2019; Colin Crouch, Post-Democracy After the Crises, Cambridge: Polity Press, 2020; Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, How Democracy Dies, New York: Crown, 2018; Yascha Mounk, The People vs. Democracy, Cambridge: Harvard University Press, 2018; David Runciman, How Democracy Ends, London: Profile Books, 2018; Jan-Werner Müller, What is Populism? Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 2016; Nadia Urbinati, Me the People: How Populism Transforms Democracy, Cambridge: Harvard University Press, 2019; Nancy MacLean, Democracy in Chains: The Deep History of the Radical Right’s Stealth Plan for America, New York: Penguin, 2018; Jeffrey W. Robbins y Neal Magee, eds., The Sleeping Giant has Awoken. The New Politics of Religion in the United States, New York: Continuum, 2008.
[2] Veánse mis artículos, “Theopolitical Imagination: What Can We Learn From the Postconciliar Church?” en Metafísica y Persona 14(27), 2022: 19-44. https://doi.org/10.24310/Metyper.2022.vi27.13523; “Discernimiento en Amoris laetitia”, en José Carlos Ortiz Müggenburg y Cintia C. Robles Luján, eds. Cátedra familia Amoris laetitia : ensayos críticos sobre la exhortación apostólica la alegría del amor, Colombia: Aula de Humanidades, 2022: 15-28. https://editorialhumanidades.com/producto/catedra-familia-amoris-laetitia/
[3] Eli Pariser, The Filter Bubble: How the New Personalized Web is Changing What We Read and how We Think, New York: Penguin, 2011; cf. Nicholas Carr, The Shallows: What the Internet is Doing to Our Brains, New York: W.W. Norton & Company, 2010.