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Hacia una economía al servicio de la Persona

por | Economía

Una de las características de este Siglo XXI, es experimentar, en un proceso de globalización, como el que vivimos, la preeminencia de lo económico por encima de toda otra realidad humana. Nuevamente reinan el utilitarismo, el pragmatismo y el mercantilismo. Es por ello por lo que nos proponemos recuperar -en una mirada reflexiva- el verdadero espíritu que debe animar la realidad individual de aquellos que por su vocación llevan adelante un emprendimiento productivo o de servicio social.

 Podemos caracterizar al hombre posmoderno como «el egoísta”, personaje típico de la sociedad burguesa, que ve a los demás únicamente como instrumentos. Usando una expresión actualmente familiar, se podría decir que ello implica la primacía del tener sobre el ser.

 Ante estos anti-valores presentes en la sociedad contemporánea, cabe reflexionar acerca de la naturaleza de las causas que han originado estas grandes diferencias sociales entre ‘conectados’ y ‘desconectados’, entre incluidos y excluidos.

 Todos coincidimos en la ausencia de valores éticos que animen al cuerpo social, y particularmente a la economía.

 Todavía hoy, se repite la tesis de Kant, que produce un divorcio entre ética y economía, entre política y ética, etc., dejando el hacer ético reservado exclusivamente a la dimensión individual. Esta postura que subyace en numerosos ciudadanos hace que se construya el ‘hacer económico’ de espaldas a los valores que hacen que cada hombre alcance su plenitud ontológica.

 

La economía al servicio del hombre

 Es el momento de una nueva y más profunda reflexión sobre el sentido de la economía y de sus fines. Urge que vuelva a ser considerada la concepción misma del bienestar, que no se vea dominada por una estrecha perspectiva utilitarista, que deja completamente al margen valores como el de la solidaridad y el altruismo.

 Una sana economía exige que la praxis económica y las políticas correspondientes miren al bien de todo el hombre y de todos los hombres.

 Los valores, lejos de ser extraños a la ciencia y a la actividad económica contribuyen a hacer de ella una ciencia y una práctica integralmente humanas. Una economía que no considere la dimensión ética y que no procure servir al bien de la persona, no puede llamarse de por sí economía (entendida en el sentido de una racional y beneficiosa gestión de la riqueza material).

 Se debe armonizar mejor la legítima exigencia de eficiencia económica con las de participación política y justicia social. Esto significa entretejer de solidaridad las redes de las relaciones recíprocas, entre lo económico, político y social.

 La cooperación debe expresar un compromiso concreto y tangible de solidaridad, de tal modo que haga de los pobres protagonistas de su desarrollo.

 La enorme pobreza que existe en nuestros tiempos es una de las manifestaciones más visibles de nuestra civilización, tan llena de contradicciones, civilización que, de alguna manera, conformamos todos juntos y en la que todos somos responsables -de lo bueno y de lo malo-; y donde nuestra tarea común consiste en solucionar los problemas que ésta nos plantea.

 Es un mundo donde el hombre suele comportarse como si todo fuera a terminarse con el fin de su propio paso por la Tierra, saqueando los recursos naturales que no son renovables y violando el clima terrestre, alejándose de su propia identidad, liquidando comunidades humanas que pueden abarcarse con una simple mirada, acabando con la dimensión humana, tolerando el culto del lucro material como valor supremo.

 No existen posibilidades de cambio, si no se comienza por restablecer la unión entre ética y economía, ética y política, ética y cultura. Hay que reestructurar el propio sistema de valores en el que se apoya nuestra civilización actual. Esta es la tarea que incumbe a todos. Se trata de reforzar esencialmente el sistema de normas morales.

 Los actos que de manera evidente ponen en peligro el futuro del género humano deberían ser, simple y llanamente sancionables, pero, sobre todo, deberían ser percibidos como actos vergonzosos.

 Hoy nos hemos acostumbrado a convivir con la corrupción, de manera tal que hemos perdido la capacidad de asombro, y por lo tanto la condena natural de los mismos, que sea a su vez ejemplificadora ante la sociedad.

 Nos queda una sola posibilidad, la de buscar dentro de nosotros y a nuestro alrededor nuevas fuentes de responsabilidad, nuevas fuentes de entendimiento y solidaridad y de humildad ante el milagro de la existencia, la capacidad de resignarse en aras del interés común y de hacer algo bueno incluso, aún cuando no sea visible y aunque quizás nadie lo aprecie.

 El Compendio de Doctrina Social de la Iglesia destaca, la complementariedad de la dimensión moral del hacer económico y su eficiencia, que nunca deben contraponerse, sino por el contrario ambos aspectos son interdependientes para contribuir al desarrollo pleno del hombre: «La dimensión moral de la economía hace entender que la eficiencia económica y la promoción de un desarrollo solidario de la humanidad son finalidades estrechamente vinculadas, más que separadas o alternativas… la moral constituye un factor de eficiencia social para la misma economía. Es un deber desarrollar de manera eficiente la actividad de la producción de los bienes, de otro modo se desperdician recursos; pero no es aceptable un crecimiento económico obtenido con menoscabo de los seres humanos.»[1]     

 Sólo desde un orden económico al servicio de todo el hombre y de todo hombre, podremos erradicar el flagelo de la pobreza que los gobiernos populistas han incrementado con la finalidad de generar clientelismo político que los perpetúe en el poder.

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[1] Compendio de Doctrina Social de la Iglesia. Nº 332