El derecho a la objeción de conciencia

L
a objeción de conciencia es un derecho entroncado en nuestros derechos fundamentales, pero, a pesar de que su ejercicio es absolutamente legítimo, aquellos que hacen negocio con el aborto y la eutanasia pretenden prohibirlo y/o eliminarlo, seamos conscientes de los millones que mueven el aborto y la eutanasia.
La objeción de conciencia está amparado en el derecho a la libertad religiosa, y un católico jamás podrá ser obligado no sólo a no practicar un aborto, una eutanasia, o un homicidio sino que puede alegar objeción de conciencia en cualquier fase del proceso del aborto, de la eutanasia o del homicidio, desde la practica, hasta cualquier tipo de ayuda o colaboración, directa e indirecta (limpiar los restos del bebé en un aborto, proporcionar el instrumental para un aborto…)
Pero además la objeción de conciencia es un derecho recogido en diversas resoluciones de la ONU, Resolución 33/165 de la Asamblea General , Resolución 40 (XXXVII) de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas del 12 de marzo de 1981de las Naciones Unidas del 20 de diciembre de 1978 y sobre todo la Resolución 1987/46 de la Comisión de Derechos Humanos, que hace una petición genérica a los Estados para reconocer la objeción de conciencia y la Resolución 1989/59 de la Comisión de Derechos Humanos, en la que encontramos una definición clara de la objeción de conciencia como un derecho derivado de las libertades de pensamiento, conciencia y religión.
Con la proliferación de leyes que atacan la vida se pretende crear la falsa ilusión de que lo legal es moral, creando así una sociedad orweliana donde también nos dicen lo que podemos pensar y lo que no, no obstante, un cristiano siempre tendrá que ampararse en su derecho a la objeción de conciencia y en su derecho a la libertad religiosa y de conciencia para desobedecer semejantes leyes, además de intentar cambiarlas por todos los medios, pues la defensa del bien común necesita actitudes activas y no pasivas u omisivas.
Pero además, los católicos tenemos el deber de desobedecer (y cambiar) las leyes injustas, es un imperativo moral, Santo Tomás de Aquino decía que “Lex injusta non est lex”, y lo dice también la Biblia, “Ay de aquellos que dictan leyes injustas y con sus decretos organizan la opresión” (Isaías, 10, I), y el Papa Juan XXIII en la encíclica Pacem in terris: “La autoridad sólo se ejerce legítimamente si busca el bien común del grupo en cuestión y si, para alcanzarlo, emplea medios moralmente lícitos. Si los dirigentes proclamasen leyes injustas o tomasen medidas contrarias al orden moral, estas disposiciones no pueden obligar en conciencia. En semejante situación, la propia autoridad se desmorona por completo y se origina una iniquidad espantosa” (PT 51).
El Compendio de la Doctrina social de la Iglesia nos indica con respecto al derecho de objeción de conciencia que: “El ciudadano no está obligado en conciencia a seguir las prescripciones de las autoridades civiles si éstas son contrarias a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio. Las leyes injustas colocan a la persona moralmente recta ante dramáticos problemas de conciencia: cuando son llamados a colaborar en acciones moralmente ilícitas, tienen la obligación de negarse.” (n. 399). Como se puede deducir, desobedecer una ley injusta no es opcional, es un imperativo moral. O sea, es inmoral obedecerla.
En definitiva, tenemos el derecho y la obligación a desobedecer leyes injustas como las leyes, pro aborto, pro eutanasia o pro lgtbi, si somos acusados por ello, podremos invocar legítimamente nuestro derecho a la objeción de conciencia y nuestros derechos a la libertad de conciencia, pensamiento y religión, argumentos que harían que fuésemos exonerados de cualquier imputación o sanción.
Pero, en cualquier caso, hay que recordar, que el juicio que realmente nos interesa es el juicio final y ahí no se tendrá en cuenta si respetamos las leyes humanas (que muchas veces tendríamos que haber desobedecido), sino si respetamos la ley más importante de todas, la ley de Dios.