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La deshumanización de la sociedad IV

por | Política

 

E

s inconcuso a esta altura del saber humano, así como lo afirmo en la última entrega de esta serie de artículos, que la Política es esencialmente una acción humana, una actitud propia de la persona en su desenvolvimiento personal y social, así como en el ejercicio del poder.

Asimismo, en el ejercicio de estas facultades propias que –por supuesto– implican y presuponen el uso del intelecto, se puede llegar a un nivel artístico, equiparando a la política también a la consideración de ser un arte en toda regla[1], cuando sus fines fundamentales son cumplidos o, por lo menos, buscados.

Ahora bien, este artículo arranca con las interrogantes que se quedaron en suspenso: ¿qué pasa cuando toda la clase política de un país e incluso del mundo entero se empieza a desviar en el ejercicio de esta noble arte, dejando de lado la primordial finalidad?

La perversión del ejercicio del deber social redunda en un perjuicio directo de la propia ciudadanía. Sabiendo que la política es el arte por el que se ejerce el poder y, en este caso –no caben eufemismos– poder gubernamental o político representa necesariamente un poder de hecho (y muchas veces de Derecho también) sobre los demás hombres, lo que implica que aquél que hace de su vida cotidiana la atención, dirección y gobierno de la polis cargue sobre sus hombros una extrema responsabilidad que debería impulsarle a buscar la plenitud, mejora y beneficio de todos sus pares.

Sin embargo, lo que puede observarse cada vez con mayor frecuencia –por desgracia– es que las personas que de una forma u otra llegan a un cargo político-gubernamental, más que verlo como la carga que realmente es y asumirlo con el compromiso y entrega imprescindibles, se atreven a creerse privilegiados y superiores, olvidando su intrínseca vocación al servicio público.[2]

Lo anterior ocasiona dos fenómenos distintos, pero complementarios entre sí que corroen de igual manera y con igual trascendencia todos los grados del tejido social en el que se encuentran involucrados: El primero de los fenómenos quiero llamarlo ahora el del «funcionario autómata»; el segundo de ellos, lo nombraré como «el político mesiánico».

El funcionario autómata es aquél que, habiendo perdido su original vocación al servicio público, noble en sí misma, se limita a seguir las instrucciones de sus superiores inmediatos, en muchas ocasiones sin siquiera razonarlas, reflexionar al respecto ni asimilarlas, sino sencillamente actuando como autómatas, con frases ensayadas y repetitivas cuyo verdadero fundamento y raíz ontológico y jurídico es ignorado.

Y ante este desprecio de su deber en su participación (que, aunque pudiera a alguien parecerle pequeña, nunca es fútil) en el arte humano de la política, va depauperando a la administración en turno, anquilosando el movimiento que debería ser fluido del complejo engranaje gubernamental y de organización social.

En contraposición al fenómeno anterior, pero alimentado precisamente por éste, se encuentra el político mesiánico, quien se considera en sí mismo, por el simple hecho de haber sido electo (e incluso muchas veces colocado) en determinado cargo cuyas atribuciones le permiten la toma de decisiones más visibles, se percibe a sí mismo como el salvador de los de su propia clase.

Esta descripción aplica para las tres potestades tradicionales que Charles Louis de Secondat desarrolla con elocuencia, esto es, la potestad legislativa, la potestad ejecutiva y la potestad judicial[3] o, en clave moderna, pueden englobarse en el epíteto aquí desarrollado tanto a individuos del congreso, como de la judicatura y de la administración pública.[4]

Los síntomas visibles de este segundo defecto que se da, cada vez con mayor frecuencia en los políticos se da en aquellos que perdiendo su vocación de servicio –al igual que el espécimen referido en el párrafo anterior– comienza a utilizar la influencia que su propio cargo puede traer consigo para sus fines egoístas e individualistas, sin tomar en cuenta que la naturaleza de la posición que ocupa no es un privilegio, sino un llamado a servir a la ciudadanía en cuanto a la representación que de ella ostentan, en asuntos de envergadura considerable.

De todo esto, en las circunstancias en las que se halla el mundo tenemos ejemplos vastos y observables, sobre todo en aquellos países en los que se ha impuesto un gobierno populista o en esos otros en los que existe un exceso de personal en la administración pública y que el «funcionarismo», derivado del afán de crear plazas de trabajo público comienzan a hacer algunas labores o puestos intrascendentes, de nuevo, dañando el reflejo artístico que la política debiera ser de la esencia verdaderamente humana.

Tanto el primero como el segundo de las mutaciones que narro ocasionan una misma situación deplorable en todo sentido: la objetivación de la persona humana, el menosprecio de la valía intrínseca en el hombre.

No debemos seguir permitiendo que la política, arte esencialmente humano, se siga «deshumanizando», pues ello es el penúltimo eslabón en la cadena de la verdadera deshumanización de la sociedad. Con esfuerzo y revaloración auténtica del sentido y esencia de la persona es posible revertir todo esto.

Pero, quiero indudablemente hacer hincapié en el siguiente cuestionamiento: si aquello que es más humano, las actividades propias del hombre, las que derivan directamente de su esencia y del ejercicio de su intelecto, las que deben reflejar al hombre mismo, se están viendo deshumanizadas, están perdiendo la dirección y el sentido humano en general, entonces ¿dónde terminará realmente la sociedad? ¿estamos presenciando ya el temible desenlace de la deshumanización de la sociedad?

 

[1] También entendido el arte como una actividad propia de la persona.

[2] Nuevamente, si el servidor público (cuya vocación inherente se encuentra, precisamente en servir) pierde su esencia, entonces sus funciones se ven tergiversadas y pierde todo el sentido su existencia –profesional–.

[3] Montesquieu, Del espíritu de las leyes, L. VIII, Cap. II.

[4] En los países cuyo sistema de formación estatal se considera un regionalismo o una federación, también es aplicable para todos y cada uno de los órdenes de gobierno. Para mayor profundidad al respecto de los sistemas de formación estatal vid. p. ej. Herrera Zaballa, José M., Un Nuevo Modelo Constitucional en México: Líneas Maestras Para Su Correcta Consecución, Universidad Panamericana, Ciudad de México, 2019, pp. 75 – 85; o Biscaretti Di Ruffia, Paolo, Introducción al Derecho Constitucional Comparado: Las “formas de Estado” y las “formas de gobierno”. Las constituciones modernas. Trad. Héctor Fix-Zamudio, México, FCE, 1996.

 

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