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Congreso de Humanismo Integral y solidario 2017

La generación y desarrollo de una cultura humanista, integral y solidaria.

“SE HA ENSAYADO TODO, HA LLEGADO LA HORA DE ENSAYAR LA VERDAD”

K. CHESTERTON

 

A lo largo de las brillantes y bien documentadas exposiciones queda de manifiesto que, al hacer un recuento de los procesos sociales, culturales y políticos a lo largo de la historia de la cristiandad, sobre todo en los últimos siglos, habría tres acontecimientos que se convierten en referente obligado, tanto por el impacto social inmediato, cuanto por los efectos culturales a corto y largo plazo. Estos son, cronológicamente, la Reforma Protestante, la Revolución Francesa y el imperio Bolchevique. Entendidos como nodos en la historia que fueron marcando el derrotero de la civilización occidental cristiana. Cada uno de estos acontecimientos, fueron, en su momento, atentados en contra de las instituciones forjadas a lo largo de los siglos al amparo del cristianismo, se cuestionó primero la legitimidad pontificia; en seguida se atentó contra la autoridad política y finalmente, se atentó contra la esencia misma de la sociedad y del estado, pero nunca antes se había atentado contra la naturaleza misma del ser humano de una manera sistemática y organizada y “legal”, como hoy vemos se hace.

Esta secuencia histórica refleja de alguna manera el grave deterioro que la civilización de occidente ha sufrido en los últimos siglos. Un deterioro que además se aprecia no solo en las estructuras políticas y en la vida social, con sus efectos culturales, sino incluso en la alteración del orden natural en el mundo entero, es decir la creación misma ha resentido los efectos negativos y ha recibido una impronta indeseable e indeleble por la ambición y acción destructiva del hombre. Y, hay que reconocerlo, apenas hemos tomado conciencia e implementado algunas medidas paliativas para revertir el ecocidio, la gravísima afectación a la creación que está herida de muerte por la ambición humana que, querámoslo o no, impactará de manera vital a las generaciones venideras.

Al hacer el recuento de la resultante cultural fruto de las ideologías y sus efectos nocivos en la humanidad y la civilización: del liberalismo económico y político, al nihilismo; del racionalismo e iluminismo a la tecnocracia; del New Age a la anarquía, de la ideología de género, hija natural del humanismo ateo, así como una enorme cantidad de “ismos”, todas éstas han sido adoptadas en su tiempo, de manera indiscriminada, por personas, sociedades y gobiernos como las religiones de moda. Todo ello no es otra cosa que la eterna oposición del maligno para tratar de frustrar el plan divino, es el odio que pretende ahogar el Amor, es la cultura de la muerte que busca afanosamente la supremacía ante la cultura de la vida. Esa es hoy la realidad que se nos impone como un modelo anti-vida.

¿Como hemos de reconstruir una civilización que permita al hombre todo, concebido en su integralidad, y a todos los hombres, vivir conforme a su naturaleza y dignidad propias? ¿Qué hacer para que la comunidad humana pueda desarrollarse plenamente y tienda a la búsqueda de su felicidad terrena y eterna? ¿De que manera se ha de construir, una civilización y una cultura que dé respuesta a las más profundas inquietudes espirituales y morales del corazón del hombre contemporáneo? He ahí la cuestión fundamental, vital para la sobrevivencia no solo de las naciones que surgieron al amparo del cristianismo, sino de todo el género humano y de las generaciones futuras.

Hace poco más de medio siglo, el 7 de diciembre de 1965, S.S. Paulo VI, daba a conocer al mundo la Constitución Gaudium et spes, el documento conciliar que recogía la situación del hombre en el mundo, un mundo con cicatrices aún abiertas, todavía visibles, provocadas por la II Guerra Mundial y sus aterradoras secuelas. El mundo había entrado a la era de la destrucción atómica y en el corazón de la humanidad gemía un clamor de paz y concordia. Un mundo preñado de cambios profundos en todos los órdenes.

“La propia historia está sometida a un proceso tal de aceleración, se afirma en la Gaudium, que apenas es posible al hombre seguirla. El género humano corre una misma suerte y no se diversifica ya en varias historias dispersas. La humanidad pasa así de una concepción más bien estática de la realidad, a otra más dinámica y evolutiva, de donde surge un nuevo conjunto de problemas que exige nuevos análisis y nuevas síntesis”.

Sí, en efecto, urgía y sigue urgiendo un análisis de la realidad. Análisis que exige también una síntesis y propuestas de solución a la problemática detectada. No basta con conocer la realidad y quedarse en actitud pasiva, como si nada se pudiera hacer. Urgen propuestas y acciones que den solución desde una perspectiva que considere como fundamento de toda reconstrucción la dignidad del ser humano, su origen como creatura y su destino trascendente.

No se pueden ignorar los profundos cambios en las comunidades locales tradicionales, la irrupción de la sociedad industrial y de la civilización predominantemente urbana, el avasallamiento de la ciencia y la tecnología, el control estatista de los procesos de expansión demográfica y en el fondo de todo ello, cambios profundos de mentalidad, de estilos de vida. Estas son solo algunas de las características culturales de la civilización contemporánea.

Se trata de todo un desequilibrio, un profundo “desorden mundial” que tiene, hay que decirlo con claridad, a la vida humana y al hombre en la mira, como objetivo, “Es preciso aceptar, afirma Schooyans, que los asuntos relacionados con la sexualidad y la vida humana, de ahora en adelante deben considerarse tomando en cuenta la ideología de género y la ideología holística del nuevo paradigma… hay que admitir que nos estamos enfrentando a dos corrientes complejas que presentan un punto común: nos prohíben considerar el asunto de la vida como un problema puntual, por decirlo así, que queda al margen de la moral, del derecho penal, de la deontología médica, etc. La manera misma de plantear el asunto del derecho a la vida, ha dado un giro de 180 grados. El asunto de la vida aparece en el núcleo del proyecto de nueva ética, es discutido en las redes internacionales y se infiltra en las organizaciones existentes, inspirando acciones múltiples pero convergentes a escala mundial”.

En ese sentido, nada ejemplifica mejor los resultados del odio o temor a la vida que el “invierno demográfico” tal como lo describe Schooyans en su ensayo “El Evangelio frente al desorden mundial”, o sea la preocupante, hoy diríamos trágica, situación demográfica de los países desarrollados. Estos, desde hace décadas han sido víctimas de legislaciones, totalmente ofensivas para la vida. En las naciones económicamente ricas, por el invierno demográfico no alcanzan el índice mínimo de fecundidad (2.1% de tasa de crecimiento anual de población) y pensar en revertir no ya las políticas, sino la cultura anti demográfica es prácticamente imposible. Éstas, a largo plazo han producido efectos desastrosos en las estadísticas de nupcialidad y divorcios. Poblaciones envejecidas, decrépitas, pero ricas, frente a poblaciones pobres, jóvenes y en crecimiento constante. Esto provoca presiones de una gravedad sin precedentes estimuladas por migraciones incontrolables. Los países ricos, en actitud defensiva, preocupados por su seguridad, son esclavos de su pasión por tener. Según un análisis hegeliano, los ricos, al tiempo que envejecen y declinan, se volverán cada vez más dependientes de los pobres a quienes se obstinan en controlar y dominar. La dialéctica hegeliana del amo y el esclavo va a sufrir una nueva transformación”.

Un desorden planetario que hunde sus raíces en la pérdida del sentido de la vida y en el alejamiento paulatino de los Valores que trascienden al ser: el Bien, la Verdad y la Belleza, la Unidad y la Justicia, estos, suplidos por minusvalores como el poder, el placer y el tener, marcan con un sello al mundo contemporáneo y dejan de manifiesto sus catastróficas consecuencias. Se trata, en el fondo, de un auténtico combate que se da en intelecto y la conciencia de todo individuo, con su consiguiente cuestionamiento vital: ¿tiene sentido la vida?, ¿Cuál es el sentido del dolor y el sufrimiento humanos? ¿Cuál es el sentido de la familia y la comunidad humana organizada?

Desculturización.

En realidad, se trata de todo un proceso de desculturización y de implantación de la cultura de la muerte. Como afirma, en su Tratado sobre la Información, José Luis Gutiérrez García. Sostiene que “el proceso gradual de desintegración intelectual, moral y religiosa, ha adquirido en las últimas décadas un ritmo de aceleración… que puede sorprender a quienes no conocen las causas que lo han provocado. Los años sesenta marcan el punto de partida de tal aceleración”.

Dicha “desculturación”, según el autor citado, se produce, como un “fenómeno colectivo en expansión por la caída de los coeficientes culturales de primera magnitud. Se rebaja primero el coeficiente intelectual con una avalancha de impresiones sensoriales y planes de estudio deshumanizantes. A continuación, se reduce el índice de moralidad objetiva, con la irrupción avasalladora de las corrientes permisivas que trastocan los tradicionales valores humanos, catalogando de comportamientos normales a conductas aberrantes. Y, por último, se elimina o desplaza de la vida social el elemento religioso, calificándolo de obsoleto y dañino”.

La “desculturización” supone un ataque contra todo lo divino, cuando lo religioso es el fundamento último de toda cultura humana. Un ejemplo más de tal “desculturación”, es la proclama de la New Age del fin de todas las religiones, con rechazo a todo culto y dogma, pero al establecer “lazos con la conciencia universal”, en una visión panteísta del universo, su karma y conexión con las religiones orientales, se convierte ella misma, de hecho, en una religión.

Hacia una cultura humanista, integral y solidaria.

Ante ese panorama deben surgir propuestas viables de renovación y de purificación, decíamos antes. Que se entiendan como una exigencia ética y un imperativo moral, por la responsabilidad que atañe a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Resulta indispensable, según san Juan Pablo II en la UNESCO, una “alianza entre la ciencia y la conciencia… el hombre de ciencia, ayudará a la humanidad a conservar el sentido de trascendencia”, a impulsar una urgente necesidad de purificación que le permita a la humanidad alcanzar, en medio de todas las contrariedades antes mencionadas, las cimas de la Verdad, del Bien y la Belleza, de crecer en sabiduría, prudencia, contemplación y justicia, en armonía con su entorno físico y social.

Propuestas viables para construir una civilización, acordes con la propia naturaleza humana y su eminente dignidad. Trabajar denodadamente por procurar el Bien Común Público como una tarea impostergable, capaz de generar un orden social, económico y político que permita al hombre vivir una vida plenamente humana. Un verdadero orden social, reflejo del orden natural, orientado a la consecución, mantenimiento e incremento permanente del bien de la persona toda y de todas las personas, fundado, insisto, en la Verdad, edificado en la justicia y animado por el amor.

Esa ha sido la disyuntiva desde hace milenios desde los orígenes de la civilización. Hace quince siglos san Agustín de Hipona se planteaba y advertía ya dicha cuestión. En su obra La Ciudad de Dios, o De Civitate Dei, postula la contraposición dialógica de dos modelos de sociedad: la Ciudad de Dios y la Ciudad del Hombre. “Dos amores fundaron dos ciudades: el amor propio, hasta el menosprecio de Dios, fundó la ciudad terrena y, el amor a Dios hasta llegar al desprecio de sí mismo, fundó la Ciudad de Dios”.

Diez siglos más tarde, el canciller del reino inglés, santo Tomás Moro, da testimonio en su Utopía de algunos de los efectos de esa ciudad del hombre: “Cuando miro esas repúblicas, apunta Moro, que hoy día florecen por todas partes, no veo en ellas – ¡Dios me perdone! – sino la conjura de los ricos para procurarse sus propias comodidades en nombre de la república. Imaginan e inventan toda suerte de artificios para conservar, sin miedo a perderlas, todas las cosas de que se han apropiado con malas artes, y también para abusar de los pobres pagándoles por su trabajo tan poco dinero como pueden. Y cuando los ricos han decretado que tales invenciones se lleven a efecto en beneficio de la comunidad, es decir, también de los pobres, enseguida se convierten en leyes”.

Contemporáneo a Sto. Tomas Moro y prácticamente de manera simultánea a la Utopía, pero con una visión pragmática del hombre, de la sociedad, de la política y del estado, en la renacentista Florencia, Nicolás Maquiavelo escribía El Príncipe, obra en la que ofrece su visión de cómo hacerse del poder político y conservarlo. Su intención es enseñar cómo deben gobernar los príncipes, sin escrúpulos, independientemente de las diversas circunstancias que prevalezcan, pero siempre con el objetivo último de conservar el poder, y lo demuestra mediante ejemplos de gobernantes y su actuar político.

La característica fundamental del método maquiavélico, es la condición de ignorar absolutamente, en el diseño de las estrategias políticas, cualquier tipo de referencia o acatamiento de principios morales o religiosos. Lo único que debe interesar al gobernante es la conservación del poder a como dé lugar. El poder por el poder mismo, como un fin en si mismo, no como un medio. He ahí el quid de la cuestión, el abandono o negación de los valores morales y religiosos. Sin valores, es fácil suponer el derrotero del estado y de los que lo encabezan: el despotismo ilustrado, la inhumana tiranía, el estatismo alienante, la ambición desmedida, el desorden generalizado, la injusticia, la corrupción y la impunidad.

La influencia de Maquiavelo permeó en multitud de gobiernos inspirados en las ideologías europeas en boga, de corte liberal o marxista, que desembocaron en estados ateos, que, enfrentados en conflictos bélicos de alcance mundial, dejaron un saldo de decenas de millones de seres humanos muertos tan solo en el siglo XX.

Los fundamentos del orden social solidario y de la cultura humanista en México. La evangelización de las culturas y la inculturación del evangelio.

A manera de ejemplo, hemos de referirnos a un caso paradigmático, más cercano a nuestra realidad histórica, que tuvo verificativo en el México recién fundado, en los albores del siglo XVI y tan solo a unos años de que santo Tomas Moro escribiera su Utopía. En una de las regiones asoladas por Nuño Beltrán de Guzmán, en un contexto totalmente novedoso para los cristianos europeos, uno de los más grandes humanistas que han pisado nuestra patria, Don Vasco de Quiroga, primer obispo de Michoacán, con una visión trascendente de futuro, pero con un conocimiento profundo de la realidad que le rodeaba, inspirado en los valores del evangelio y de amor al prójimo, diseñó todo un programa de vida comunitaria en el que se cumplió, de alguna manera, la Utopía de Moro.

Tan solo por citar a uno de tantos autores que hacen referencia a la obra civilizadora de Tata Vasco, mencionaremos a Ricardo León Alanís, del Instituto de Investigaciones Históricas, de la Universidad Michoacana, quien afirma que “Varios estudios -como los de Silvio Zavala y Joseph Benedict Warren han demostrado que las Reglas y Ordenanzas, así como toda la organización comunal de los hospitales-pueblo de Santa Fe, estuvieron inspiradas, sin duda alguna, en la famosa Utopía de Tomás Moro (publicada por primera vez en 1516); aunque para su adaptación al Nuevo Mundo, se introdujeron algunos elementos tomados de la tradición indígena y, de la estructura de gobierno municipal español; además, por supuesto, de los ritos y, costumbres cristianas. De hecho, en ese sentido, el propio Vasco de Quiroga declaró en su Información en Derecho (escrita en 1535) haber tomado este plan «de la forma de república» presentada por el célebre canciller inglés, al que consideraba casi «inspirado por el Espíritu Santo», ya que había sido capaz de describir el estado de los indígenas, y de presentar «un plan de república tan acomodado a la necesidad de los naturales», sin haberlos visto nunca. De esa manera, bien puede decirse que uno de los ideales más grandes del humanismo europeo -aquel que soñaba con una sociedad utópica, más justa y superior a la existente-, se realizó plenamente en los hospitales-pueblo de Santa Fe, gracias a la labor emprendida por el oidor de México, y primer obispo de Michoacán, don Vasco de Quiroga”.

En ese esfuerzo por construir en el continente americano una Nueva Civilización Cristiana, a la par del “lento descubrimiento progresivo de la conciencia cristiana de los europeos”, afirma el filósofo argentino Alberto Caturelli, se trataba de un símil de las primigenias comunidades cristianas, ciertamente animadas, en algunos casos, por un espíritu milenarista propio de la época, pero siempre teniendo una clarísima visión de buscar el bien superior de la persona humana. Es digno de destacar el titánico esfuerzo, “la gesta evangelizadora sin parangón en la historia de la Iglesia”, que a partir de 1524, con la llegada de los doce primeros franciscanos a estas tierras, realizan millares de frailes y misioneros: agustinos, dominicos, mercedarios, juaninos, Betlemitas y, a partir de 1572, se suman a esa gran gesta evangelizadora y civilizadora los jesuitas, quienes en territorios tan extremosos como alejados, desde los desiertos de la Baja California, a las selvas del rio Paraná, en Paraguay, dejaron el testimonio de un “paraíso” que fue demolido por la injusta, tendenciosa y bárbara decisión de Carlos III al expulsarlos de todos los territorios sobre los que España tenía dominio, hace exactamente 250 años.

LA DEFENSA DE LOS DERECHOS INALIENABLES DE LA PERSONA HUMANA.

La defensa de los derechos y de la dignidad humana fue sin lugar a dudas una de las tareas que con mayor empeño realizaron esa pléyade de titanes del humanismo. Ya desde la catedra de la gloriosa Universidad de Salamanca, con la defensa del Derecho de Gentes enarbolada por el dominico Francisco de Vitoria, ya en el desempeño del quehacer misionero hasta en el último rincón de pueblos y villas donde la ambición del encomendero violentaba la libertad o pisoteaba la dignidad del amerindio. La concreción de un claro concepto de los derechos de la persona humana, expresados en normas de legislación positiva.

La bula de la libertad.

La defensa del indio y su promoción humana, se dio también de manera ejemplar en el ejercicio de la función episcopal y por supuesto en la pontificia. Sirva de ejemplo el caso del venerable fray Julián Garcés, quien fuera electo obispo de Tlaxcala, por el Papa León X, pionero en una larga lista de obispos humanistas de México. En la bula de erección del obispado, el Papa enfatiza que “los indios son capaces para la cultura y la civilización, y con facilidad se adhieren a nuestra fe y abrazan con gusto sus costumbres y preceptos”. Fray Julián, asume con toda responsabilidad su función y llega a conocer a fondo la psicología, la inteligencia y la sensibilidad de los indígenas, así como las afrentas e injusticias de son objeto por parte de algunos encomenderos, y es así que en una extensa y bien fundamentada epístola enviada al Papa Paulo III en 1531, explica con detalle las cualidades humanas de los indios y la pronta aceptación de las verdades de la fe cristiana y le solicita se pronuncie contra los abusos que sufren y en defensa de la libertad connatural a ellos.

En respuesta, el Papa promulga el 2 de junio de 1537 la Bula Sublimis Deus. Una auténtica declaración de los derechos de la persona humana en pleno siglo XVI, antecedente fundamental del enorme y coherente corpus doctrinal que desde hace siglos ha ido conformando la Ciencia Social Cristiana.

“Con autoridad apostólica, afirma Paulo III, determinamos y declaramos, no obstante lo dicho ni cualquiera otra cosa que en contrario sea, que los dichos indios y todas las demás gentes que de aquí en adelante vinieren a noticia de los cristianos, aunque estén fuera de la fe de Jesucristo, en ninguna manera han de ser privados de su libertad, y del dominio de sus bienes, y que libre y lícitamente pueden y deben usar y gozar de la dicha libertad y dominio de sus bienes y en ningún modo se deben hacer esclavos”.

Abismal, es la brecha que separa las decisiones de gobierno de Isabel la Católica o los Habsburgo, del despotismo ilustrado de los Borbones en el último tercio del siglo XVIII. Bien podríamos afirmar que hace 250 años, en 1767, con la Real Cédula de expulsión de los Jesuitas, da inicio todo un programa político y cultural de desmontaje del orden social cristiano, acrisolado en la América hispana en dos siglos y medio. A partir de entonces, la Iglesia, el pueblo y la cultura mexicana, recienten los embates de las ideologías, que van transformando al paso de los siglos, el carácter, el estilo y las obras de una civilización mestiza, centenaria y cristiana.

Los efectos se dejan ver casi de inmediato en todos los ámbitos de la cultura. En el arte, por ejemplo, la inmisericorde destrucción de más de diez mil retablos dorados, “que esperan los mexicanos para echar a la pira ese cerro de leña dorada que se halla en catedral” dirá Fernández de Lizardi, refiriéndose al retablo de los Reyes, catedrales, capillas e infinidad de obras del barroco desaparecieron por efecto de la barbarie y surge como propuesta novedosa la imposición del estilo neo clásico; en el ámbito de la educación: la clausura de la tres veces centenaria Real y Pontificia Universidad de México (y su espléndido edificio del que no quedó piedra sobre piedra) y la supremacía de las academias de ciencias y artes neo renacentistas; en el campo del conocimiento intelectual: la sustitución del método de la teología y filosofía escolástica, por el enciclopedismo, iluminismo y racionalismo; en la política: la sustitución de la autoridad monárquica, por la del presidencialismo y la monarquía, por la república democrática; en el campo legislativo, la derogación de las Leyes de Indias, suplidas por constituciones políticas la mayoría de las veces de inspiración liberal. Es decir, la orquestación del mayor esfuerzo por borrar hasta el último vestigio de la fe hecha cultura, porque parafraseando a Octavio Paz, “la arquitectura es el testigo insobornable de la historia”, de manera similar podríamos afirmar: la cultura es el testigo insobornable de la historia.

Hoy, aquellos acontecimientos que forman parte del pasado histórico de nuestra patria, nos dan luces para comprender con mayor claridad el presente y nos animan para proponer con una visión de futuro el diseño de programas inspirados en la Doctrina Social de la Iglesia y en los modelos históricos que en el pasado han posibilitado a comunidades y naciones una vida plenamente humana.

El panorama pareciera desalentador y que no hay vía de salida, sin embargo, por más difícil que parezca, hay renovada confianza en un futuro mejor, pero exige esfuerzos redoblados para poder remontar los acontecimientos históricos que han desviado de su cauce el destino de la humanidad. Dichos esfuerzos necesariamente han de estar animados por un conjunto de valores y virtudes, sin las cuales es humanamente imposible la edificación del nuevo modelo de civilización. En primer lugar, la Fe. Fe en Dios, autor de la creación y fe en los hombres y mujeres de buena voluntad quienes con una férrea voluntad realizan un enorme esfuerzo en favor de la humanidad. De igual manera una gran esperanza alentada en la confianza en Su providencia, “no tengáis miedo” y finalmente con una caridad “teresiana”, como la de la santa de Calcuta, que sea el sello distintivo de cualquier proyecto, programa o propuesta de renovación y purificación.

El nuevo modelo de civilización presupone y exige una vuelta a los valores universales, al orden y al derecho natural, que la persona humana sea concebida como el sujeto hacia el cual deberán orientarse todos los esfuerzos del estado y las instituciones para propiciar las condiciones necesarias para su propio perfeccionamiento, su desarrollo integral y crecimiento.

VOLVER AL ORDEN NATURAL.

Desde la más remota antigüedad, la humanidad ha reconocido un conjunto de normas de conducta que están por encima del arbitrio de los legisladores, ello, por entender que proceden de un origen superior. Afirma Carlos Sacheri.

“La Antígona de Sófocles heroína del Derecho Natural, proclama con claridad esa creencia común de la antigüedad: hay leyes de origen divino que deben ser respetadas por la autoridad y los gobernantes. Cicerón, igualmente lo expresó con toda claridad y precisión en el De Legibus: “En consecuencia, la ley verdadera y primera, dictada tanto para la imposición como para la defensa, es la recta razón del Dios supremo”.

El eterno retorno del derecho natural, la reaparición del concepto o noción del derecho natural cada vez que se cuestionan los fundamentos de un orden jurídico y de una ley. De igual modo, y de manera concomitante, el derecho natural, es decir “lo que se le debe al hombre en virtud de su esencia”, o sea el conjunto de principios o normas que todo hombre por el hecho de ser tal, puede y debe considerar y exigir como algo que le es propio, que le es debido, como algo suyo, con natural.

El Derecho Natural es conocido intuitivamente, por nuestra razón, porque está fundado en principios evidentes y porque son relativos a la esencia de la naturaleza humana, es decir, en consideración de lo que el ser humano ES. Son aquellos bienes que le son absolutamente necesarios a la persona para vivir humanamente, desde su concepción hasta la muerte natural.

Es incuestionable que la primera tendencia natural, aquella por la cual el neonato respira y busca que comer, es la respuesta a la tendencia natural a la conservación del propio ser. De esa tendencia ontológica surge, naturalmente, la conclusión lógica de que el primer Derecho Natural, objetivamente reconocible, será necesariamente el derecho a la conservación del ser: el derecho a la vida.

De ahí se deducen tres de las cualidades o características esenciales del derecho natural: universalidad, inmutabilidad y cognoscibilidad. A diferencia del derecho positivo, entendido como el conjunto de leyes humanas que deben adaptarse y modificarse a través del tiempo, las normas del Derecho Natural son perdurables, no son modificables, ni derogables. Son inmutables porque la naturaleza humana no tiene cambios esenciales, a pesar de los enormes cambios culturales experimentados por el hombre a lo largo de su existencia. El Derecho Natural es conocido espontáneamente por la conciencia moral de la persona desde su niñez, reconociendo y distinguiendo la bondad de la maldad y el bien del mal.

Ni el materialismo, ni el relativismo, ni el escepticismo o el subjetivismo existencialista son capaces de explicar el orden asombroso del macro cosmos y menos aún el milagro de la vida humana. Como explicar la incoherencia de los relativistas para quienes todo es relativo menos el propio relativismo.

El reconocimiento de las tendencias e inclinaciones naturales, orientadas por los valores y convertidas en actos virtuosos, son indispensables para alcanzar nuestra propia perfección personal y la consiguiente felicidad. Es decir, cuando el hombre observe y respete el orden natural y lo eleve mediante la virtud, logrará una vida verdaderamente humana, digna y plena.

Volver a los valores.

El valor de la solidaridad factor decisivo en el nuevo orden social cristiano.

“El desarrollo integral del hombre no puede darse sin el desarrollo solidario de la humanidad”. S. S. Paulo VI. «El hombre debe encontrar al hombre, las naciones deben encontrarse entre sí como hermanos y hermanas, como hijos de Dios. En esta comprensión y amistad mutuas, en esta comunión sagrada, debemos igualmente comenzar a actuar para edificar el provenir común de la humanidad»

San Juan Pablo II, lo reafirma en su mensaje para la celebración de la XXXIV Jornada Mundial de la Paz, (01/01/2001), “Diálogo entre las culturas para una civilización del amor y de la paz”, hace mención de los valores sin los cuales es imposible pensar en la construcción de tan anhelada civilización.

El Papa sugiere como prioritario el valor de la solidaridad: “Ante las crecientes desigualdades existentes en el mundo, afirmó, el primer valor que se debe promover y difundir… en las conciencias, es el de la solidaridadPara lo cual hay que reconocer que toda sociedad se apoya sobre la base del vínculo originario de las personas entre sí, desde la familia y los demás grupos sociales intermedios, hasta los de la sociedad civil entera y de la comunidad estatal. La actual situación de interdependencia ayuda a percibir mejor el destino común de toda la familia humana, favoreciendo el aprecio por la virtud de la solidaridad”.

No solo eso, el Papa además propone la creación de una “auténtica cultura de la solidaridad que ha de tener como objetivo principal la promoción de la justiciaNo se trata sólo de dar lo superfluo a quien está necesitado, sino de «ayudar a pueblos enteros —excluidos o marginados— a que entren en el círculo del desarrollo económico y humano. Esto será posible no sólo utilizando lo superfluo que el mundo produce en abundancia, sino cambiando sobre todo los estilos de vida, los modelos de producción y de consumo y las estructuras consolidadas de poder que rigen hoy la sociedad”.

En segundo lugar, el Papa propone el valor de la paz. “La cultura de la solidaridad está estrechamente unida al valor de la pazesta debe ser un objetivo primordial de toda sociedad y de la convivencia nacional e internacional”. Sin embargo, no deja de reconocer, los numerosos y enormes desafíos que afronta el mundo, el latente riesgo de confrontaciones nucleares.

El mundo sigue sufriendo aún las consecuencias de guerras pasadas y presentes. Ante tales amenazas, todos tienen que sentir el deber moral de adoptar medidas concretas y apropiadas para promover la causa de la paz y la comprensión entre los hombres”.

3º.- El valor de la vida. Un auténtico diálogo entre las culturas, no puede más que alimentar una viva sensibilidad por el valor de la vidaLa vida humana no puede ser considerada como un objeto del cual se dispone arbitrariamente, sino como la realidad más sagrada que está presente en el mundo. No puede haber paz cuando falta la defensa de este bien fundamental. No se puede invocar la paz y despreciar la vidaNuestro tiempo es testigo de excelentes ejemplos de generosidad y entrega al servicio de la vida, pero también del triste escenario de millones de hombres entregados a la crueldad o a la indiferencia de un destino doloroso y brutal”.

Cuando los sujetos más frágiles e indefensos de la sociedad sufren tales atrocidades, como es el caso del crimen abominable del aborto, la misma noción de familia humana, basada en los valores de la persona, de la confianza y del mutuo respeto y ayuda, es gravemente cercenada. Una civilización basada en el amor y la paz debe oponerse a estos experimentos indignos del hombre”.

“Para salvar el proyecto del “Nuevo Orden Mundial”, hay que encararlo como un proyecto de felicidad en libertad. La libertad humana es, ante todo, libertad de invención responsable del porvenir, concertadamente con los demás”. Porque, la verdad y solo la verdad nos hará libres.

El valor de la educación.

Para construir la civilización del amor, el diálogo entre las culturas debe tender a superar todo egoísmo etnocéntrico (el caso Trump) para conjugar la atención a la propia identidad con la comprensión de los demás y el respeto de la diversidad. Es fundamental, a este respecto, la responsabilidad de la educación. Ésta debe transmitir a los sujetos la conciencia de las propias raíces y ofrecerles puntos de referencia que les permitan encontrar su situación personal en el mundo. Al mismo tiempo debe esforzarse por enseñar el respeto a las otras culturas. Es necesario mirar más allá de la experiencia individual inmediata y aceptar las diferencias, descubriendo la riqueza de la historia de los demás y de sus valores.

El conocimiento de las otras culturas, llevado a cabo con el debido sentido crítico y con sólidos puntos de referencia ética, lleva a un mayor conocimiento de los valores y de los límites inherentes a la propia cultura y revela, a la vez, la existencia de una herencia común a todo el género humano. La educación tiene una función particularmente importante en la construcción de un mundo solidario, pacífico y de respeto a la vidaLa educación puede contribuir a la consolidación del humanismo integral, abierto a la dimensión ética y religiosa, que atribuye la debida importancia al conocimiento y a la estima de las culturas y de los valores espirituales de las diversas civilizaciones.

Educación y cultura

“La educación es una actividad humana en el orden de la cultura”; no sólo por ser “la primera y esencial tarea” de ésta, sino también porque la educación juega un papel activo, crítico y enriquecedor de la cultura misma. La universidad, puede proporcionar una contribución que va más allá de la pura conciencia de la identidad cultural nacional y popular. La educación, como tal impartida por ella, puede ofrecer una profundización y un enriquecimiento de la cultura misma del país.

“El desarrollo es el nuevo nombre de la paz”, las diferencias económicas, sociales y culturales demasiado grandes entre los pueblos provocan tensiones y discordias y ponen la paz en peligro, «la condición de los pueblos en vía de desarrollo debe ser el objeto de nuestra caridad con los pobres que hay en el mundo, debe ser más atenta, más activa, más generosa».

Combatir la miseria y luchar contra la injusticia, a la par de propiciar el mayor bienestar, el progreso humano y espiritual de todos, y, por consiguiente, el bien común de la humanidad. La paz no se reduce a una ausencia de guerra, fruto del equilibrio siempre precario de las fuerzas. La paz se construye día a día, en la instauración de un orden querido por Dios, que comporta una justicia más perfecta entre los hombres.

La vuelta a una Cultura Moral

Debe preocuparnos el ocaso de los valores fundamentales que constituyen un bien indiscutible no sólo de la moral cristiana, sino de la moral humana, de la cultura moralcomo el respeto a la vida humana desde el momento de la concepción, el respeto al matrimonio en su unidad indisoluble, el respeto a la estabilidad de la familia. El permisivismo moral afecta sobre todo a este ámbito más sensible de la vida y de la convivencia humana. A él van unidas la crisis de la verdad en las relaciones interhumanas, la falta de responsabilidad al hablar, la relación meramente utilitaria del hombre con el hombre, la disminución del sentido del auténtico bien común y la facilidad con que éste es enajenado. Finalmente, existe la desacralización que a veces se transforma en deshumanización: el hombre y la sociedad para quienes nada es sacro van decayendo moralmente.

No hay más opción, civilización o barbarie: La civilización actual contra el destino del hombre, como lo afirmara el intelectual mexicano Isaac Guzmán Valdivia, o la edificación de la Civilización del Amor, como lo proclamara S. S. Paulo VI y san Juan Pablo II; la Ciudad de Dios, agustiniana o la Ciudad del Hombre; la cultura de la vida o la cultura de la muerte.

Edificar la civilización del amor y el nuevo orden sobre las bases de una cultura humanista que satisfaga ese afán de plenitud que le es consustancial al ser humano, que concilie nuestro desamparo ontológico, con nuestro afán de plenitud y trascendencia. En medio de la pluriculturalidad de estilos de vida y escalas de valor tan variados gestar una forma de cultura cada vez más universal.

Fe y cultura.

San Juan Pablo II profundizó en la relación intrínseca entre la fe y la cultura. En su histórico discurso a los intelectuales y al mundo universitario en Colombia, dijo: La cultura… es uno de los elementos fundamentales que constituyen la identidad de un pueblo. Aquí hunde sus raíces su voluntad de ser como tal. Es la expresión completa de su realidad vital y la abarca en su totalidad: valores, estructuras, personas. Por ello la evangelización de la cultura es la forma más radical, global y profunda de evangelizar un pueblo.

“Pero la conexión entre fe y cultura actúa también en dirección inversa. La fe no es una realidad etérea y externa a la historia, que, en un acto de pura liberalidad, ofrezca su luz a la cultura, quedándose indiferente ante ella. Al contrario, la fe se vive en la realidad concreta y toma cuerpo en ella y a través de ella. “La síntesis entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la cultura, sino también de la fe… Una fe que no se hace cultura es una fe no acogida plenamente, no pensada por entero, no fielmente vivida”.  La fe compromete al hombre en la totalidad de su ser y de sus aspiraciones. Una fe al margen de lo humano y, por tanto, de la cultura, sería una fe infiel a la plenitud de cuanto la Palabra de Dios manifiesta y revela, una fe decapitada, más aún, una fe en proceso de autodisolución. La fe, aun cuando transcienda la cultura y por el hecho mismo de transcenderla y revelar el destino divino y eterno del hombre, crea y genera cultura.

“Solo así es posible una “visión integral del hombre” entendido en la totalidad de sus capacidades morales y espirituales, en la plenitud de su vocación. Aquí es donde radica el nexo profundo, “la relación orgánica y constitutiva”, que une entre sí a la fe cristiana y a la cultura humana: la fe ofrece la visión profunda del hombre que la cultura necesita; más aún, solo ella puede proporcionar a la cultura su último y radical fundamento”.

Una llamada a participar activamente en la creación y defensa de una auténtica cultura de la verdad, del bien y de la belleza, de la libertad y del progreso, que pueda contribuir al diálogo entre ciencia y fe, cultura cristiana, cultura local y civilización universal.

Cultura e identidad.

De la encarnación de la fe en la cultura, fruto del proceso de evangelización de las culturas humanas y de la inculturación del evangelio, así como de los actos concretos, efecto de lo que le hombre piensa, siente y cree plasmados en el espacio y en el tiempo, queda la cultura de las naciones como testimonio, como evidencia y como herencia, recibida de quienes nos han antecedido y que hemos de transmitir a las generaciones que nos sucedan, con nuestro aporte propio. Por ello se suele decir que “las naciones tienen que ver con las cunas y con las tumbas”.

Por ello, en 1990, en el puerto de Veracruz, un par de años antes de la celebración del V centenario del descubrimiento de América e inicio de la Evangelización, Juan Pablo II, el “Papa mexicano”, dejó en claro que a la nación mexicana, “el mensaje de Cristo la ha ido configurando profunda y eficazmente en su mentalidad, en su idiosincrasia, en sus raíces, modelando su fisonomía y contribuyendo más que cualquier otro factor cultural a su identidad étnica y nacional.

Vuestra identidad concreta está marcada por muchos elementos raciales, culturales, religiosos, que se han ido fundiendo y configurando en la nación mexicana. Y esta realidad vuestra ha sido escogida por el Señor, para hacer de vosotros “linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo de su propiedad” (1P 2, 9), en una palabra, os ha escogido para ser un pueblo cristiano. En efecto por el bautismo habéis sido incorporados a la Iglesia católica, que ha venido a ser parte constitutiva de vuestra identidad. De esta identidad brota precisamente la siguiente pregunta: ¿cuál es vuestra misión hoy como pueblo cristiano?

“La respuesta viene dada por la condición misma de bautizados: haber sido llamados por el Señor para vivir y proclamar su Evangelio en el mundo, a partir de vuestra historia como mexicanos, con sus luces y sombras, pero convencidos de que vuestra misión es la de dar testimonio de vuestra fe ante el mundo”. Por ello, con certeza afirma el historiador peruano Víctor Andrés Belaunde que “no merece el nombre de nación aquella que no tiene conciencia de su vocación”.

Hacia la civilización del amor.

No hay más opción, civilización o barbarie, cultura humanista o anarquía. La civilización actual contra el destino del hombre, o la Civilización del Amor, la Ciudad de Dios agustiniana, o la ciudad del hombre, la cultura de la vida o la cultura de la muerte. Se trata pues de edificar la Civilización del Amor y el nuevo orden social sobre la base de una cultura humanista que satisfaga el afán de plenitud consustancial al ser humano, que concilie nuestro desamparo ontológico, con nuestro afán de plenitud y trascendencia. En medio de la pluriculturalidad de estilos de vida y escalas de valor tan variados, gestar una cultura cada vez más universal y humana.

La civilización del Amor repudia la violencia, el egoísmo, el derroche, la explotación y los desatinos morales. Os aseguramos: no existe palabra más fuerte que ella en el diccionario cristiano.

La civilización del amor propone a todos, la riqueza evangélica de la reconciliación nacional e internacional. La civilización del amor condena las divisiones absolutas y las murallas psicológicas y físicas que separan violentamente a los hombres, a las instituciones y a las comunidades nacionales.

La civilización del amor repele la sujeción y la dependencia perjudicial a la dignidad. Un llamado a los jóvenes, a fin de construir la civilización del amor y edificar la paz en la justicia. La edificación de la nueva civilización del amor y de la paz, requiere profunda formación y participación responsable.

“El próximo centenario del descubrimiento y de la primera evangelización, proclamará san Juan Pablo II en Santo Domingo, en 1984, nos convoca a una nueva evangelización de América Latina, que despliegue con más vigor —como la de los orígenes —un potencial de santidad, un gran impulso misionero, una vasta creatividad catequética, una manifestación fecunda de colegialidad y comunión, un combate evangélico de dignificación del hombre, para generar, desde el seno de América Latina, un gran futuro de esperanza.

“Este tiene un nombre: “La civilización del amor”, nombre que ya indicara Pablo VI. Una nueva civilización que está ya inscrita en el mismo nacimiento de América Latina; que se va gestando entre lágrimas y sufrimientos; que espera la plena manifestación de la fuerza de libertad y liberación de los hijos de Dios; que realice la vocación originaria de una América Latina llamada a plasmar —como afirmaba Pablo VI ya en 1966 —en una “síntesis nueva y genial lo espiritual y lo temporal, lo antiguo y lo moderno, lo que otros te han dado y tu propia originalidad”. En síntesis: un testimonio de una “novísima civilización cristiana” (Paulo VI, Homilia en Petriana basílica habita, 3 jul. 1966).

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