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El cristianismo es una presencia

por | Religión

Estudié el bachillerato en una escuela de “Josefinos” y para escoger el área de especialidad de los estudios universitarios dudaba entre estudiar físico-matemáticas o, derecho. Me encontraba entre las leyes de la naturaleza o las del orden social. Una noche prendimos una enorme fogata en los campos de la escuela como parte de un encuentro estudiantil. Recuerdo perfectamente el momento, todos alrededor del fuego en medio de una noche obscura cuando el profesor de humanidades tomó la palabra. Cito el lema de la escuela “Ad Lucem” y nos indicó nuestro destino, dirigirnos hacía la luz, como la que teníamos enfrente. Después propuso un método, un camino: lo más seguro es siempre seguir los espacios mayormente iluminados, es decir: caminar por la luz. Si seguíamos esas indicaciones, finalmente nosotros mismos estaríamos en posibilidad de convertirnos en luz. Así marco el lema de mi escuela en mi corazón: “Ad Lucem, Per Lucem, Im Lucen”.

Se trataba de un momento caracterizado por varios aspectos evidentes:

El primero se trataba del tiempo. Al escuchar aquella voz en ese preciso ambiente y entender el contenido del mensaje de la llamada, parecería como si el tiempo se hubiera detenido o, mejor aún, hubiera desaparecido. Todo era presente. Como en la explicación en el libro XI de las confesiones de San Agustín: “el presente es una distensión entre el pasado y el futuro”. Nada más existía o tenía importancia en ese preciso momento.

El segundo aspecto era la tranquilidad. Había una Paz la cual, abarcaba también todo, era plena y con una gran Alegría. No hacía falta nada. Hubiera podido acabarse el mundo. Quizá, el mundo se terminó al sentirme estar dentro de la totalidad.

El último aspecto se daba claramente en mí razón, me encontraba perfectamente consciente de lo que estaba sucediendo. No se trataba de un sueño, una ilusión o peor aún, una alucinación. No escuché coros raros o luces brillantes o intensas. Recuerdo los rostros concretos y las actitudes de mis compañeros. La forma como su mirada veía la luz de la fogata, el frío de la noche, el calor el fuego, el aroma de la madera y otras cosas más.

Hoy, a cincuenta años de distancia, ese momento, sigue siendo presente y sigue dando sentido a mi vida. Sigo convencido que la política es el arte de vivir en comunidad, como en la vivencia de ese momento y, que la administración pública solo tiene sentido como una vida de servicio.

El conocimiento de nosotros mismos a la luz de la llamada del Espíritu, nos permite descubrir nuestro origen y nuestro destino y nos abre la posibilidad de la trascendencia en el encuentro del Otro y con los otros.

En tiempos y espacios concretos, en momentos. Éstos momentos ponen en evidencia la forma como la presencia del Espíritu, que es Cristo Resucitado, Vivo y Presente, lleva a la perfección la cotidianeidad de la vida de las personas. Ubicando al tiempo, como decía San Agustín, en tres lapsos: “el presente de las cosas pasadas, el presente de las presentes y el presente de las futuras. Porque estas tres presencias tienen algún ser en mi alma, y solamente las veo y percibo en ella”

Es tanto el anhelo generado por la experiencia y tal la necesidad por conservar su presencia que, dejarla de considerar o pretender olvidarla resultaría muy peligroso. Sería algo parecido al caso de cocinar con una olla exprés sin la válvula de escape. La presión generada por el calor, haría estallar la olla. Con el corazón humano sucede algo similar, conforme uno va descubriendo el calor de la Presencia cotidiana de Cristo Resucitado y Vivo, si no se tiene una válvula de salida, existe un serio peligro de estallar. Éste es uno de los más impresionantes hechos del drama de la existencia humana como lo reconoce San Agustín al inicio de sus confesiones al dirigirse a Dios: “Nos hiciste para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Las Confesiones, I, 1, 1).

Todo lo anterior podría ayudar a explicar el porqué de los devastadores efectos, en los cuatro aspectos integrantes de la naturaleza humana, de las actitudes más generalizadas en la cultura contemporánea:

En el aspecto material, al encerrarse y no ser capaz de salir de sí mismo, el ser humano contemporáneo se vuelve consumista relleno, por no decir embutido, de apegos que considera sus “bienes”.

En cuanto al aspecto emocional, al centrarse solamente en sí mismo, el ser humano se vuelve egoísta y termina, sólo, repleto de heridas sin sentido y de profundos resentimientos.

Por lo que toca al aspecto intelectual, al vivir solamente para sí mismo, el ser humano pretende ser un experto en diferentes materias donde descubre –paradójicamente- su tremenda ignorancia y pretende, entonces, llenarse de ideologías, métodos y consejos aplicables siempre a otros.

Y, finalmente, en su aspecto trascendente, al juzgar la realidad siempre a partir de sí mismo, el ser humano se transforma en fariseo, conocedor de la ley divina y seguro de su perfecta interpretación a pesar de las contradicciones, que no quiere o puede ver, de su propio actuar.

El hombre no se encuentra condenado a estallar por un creciente anhelo en su interior, ni tampoco a sufrir una implosión encerrado en sí mismo. Existe una válvula: reconocer la presencia del Espíritu Santo en los otros y aprender a reorientar la mirada.

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