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Vivir la Doctrina Social de la Iglesia en la familia

por | Familia

Es común decir que la familia es la célula básica de la sociedad. Lo afirman incluso muchos que desconocen o niegan la naturaleza de la familia o quienes no tan discretamente trabajan por su deformación. Sin embargo, vale la pena reflexionar un poco, a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia, en los elementos que están dentro de la familia y que permiten su realización hacia adentro, e irradiarlos para fortalecer a la sociedad.

El punto de partida es, sin duda, la dignidad de la persona, la cual, a través del matrimonio contraído libremente, es capaz de donarse generosamente al otro. Hombre y mujer son igualmente dignos, creados a imagen y semejanza de Dios y hermanos de Jesucristo, por lo que son capaces de llamar Padre al Creador. La familia es el lugar donde se ama a la persona por sí misma, por lo que es. Otras consideraciones pasan a segundo plano.

La familia es la primera expresión de la solidaridad humana, de apoyo y servicio mutuo, generando un vínculo fuerte entre esposo y esposa, que da solidez a la unión cuando el amor que es más que sentimiento -la búsqueda recíproca del bien del otro-, le da fecundidad en los hijos y demanda una fortaleza tal que requiere de su indisolubilidad: en lo próspero y lo adverso, en la salud y la enfermedad. También la solidaridad recíproca reclama la fidelidad del compromiso que se adquiere por trabajar por un fin común, que es visto y entendido como bien común.

Con la aparición de los hijos surge, de manera natural, la necesidad de la subsidiariedad de los padres hacia la prole. La paternidad y la maternidad se ejercen como una ayuda de quienes ya son expresión de madurez, de desarrollo humano, de conocimientos, de fortaleza y sentimientos que se vierten por cada uno de los hijos para que crezcan desde su debilidad y dependencia, tanto en lo físico, lo intelectual, lo sentible y lo espiritual.

La educación que imparten los padres a los hijos es naturalmente subsidiaria, tiene como meta última que cada uno de los que llegan a la familia, y que son únicos e irrepetibles, diferentes a sus padres y hermanos, lleguen a ser sujetos de su propio desarrollo.

Es un proceso negador del paternalismo, que genera dependencia, pues alienta al uso maduro de la libertad y permite ir dando a conocer los deberes y derechos de los que son portadores.

Cuando los padres o alguno de ellos se niega a reconocer en los hechos que los hijos no son una propiedad sino, como suele decirse coloquialmente, los tienen prestados, se deforma la personalidad, se producen limitaciones, miedos y una dependencia morbosa que castra a la persona y le impide buscar su realización.

A través de la solidaridad interna de la familia y las necesarias muestras de solidaridad con otras familias, con los pobres, los vecinos, los compañeros de escuela, con la comunidad cercana, y con la comprensión del mundo que van adquiriendo en las relaciones con los demás, se abren los horizontes que dan sentido a la vida.

El sentido de vida está vinculado al fin de la persona como criatura espiritual. En la medida en que los padres saben inculcar a sus hijos, a través de la vida religiosa, su destino trascendente, es posible elevar la mira para que el horizonte no se limite a las cosas materiales, ni siquiera a las relaciones afectivas o el crecimiento intelectual y la realización profesional -todas ellas necesarias-, pero insuficientes para elevarse y buscar metas más altas y valiosas.

Esto es posible cuando parte de la formación implica la búsqueda de la verdad acerca de la propia persona, de la realidad del mundo y del sentido trascendente de la vida, no como un bello recuerdo en los demás, sino en el encuentro con Dios, principio y fin de las personas.

Lograr lo anterior no es fácil, requiere de un gran esfuerzo de padres e hijos para conseguir que la convivencia familiar sea posible, en medio de las dificultades de la vida, gracias a la búsqueda del bien común que demanda trabajo, apoyo, comprensión, sacrificio y colaboración. Para ello se demanda que exista una autoridad, normalmente el padre, que entienda que es, ante todo, el primer servidor de la familia y que haga del florecimiento de esta una preocupación y ocupación central de su vida. En esta tarea va actúa de manera complementaria con su esposa, a fin de que, compartiendo la misma visión, trabajen en armonía.

La autoridad en la familia cumple con la función legislativa al establecer las normas de convivencia; fijando los necesarios límites en el ejercicio de la libertad, a la luz del conocimiento del bien como algo deseable y necesario, y el rechazo del mal; transmitiendo valores; también conduce a la familia, le asegura su sustento, la provee de lo necesario para su educación en las ciencias, fomenta la laboriosidad, cultiva virtudes, e imparte justicia con amor. Es todo un ejercicio de gobierno que debe ser entendido, asimilado y ejecutado con prudencia por parte de los dos padres.

La armonía en la convivencia favorece condiciones para que, en medio de las diferencias inevitables, pueda vivirse en paz. En esto, como en todo lo demás, el ejemplo de los padres es esencial. Si en algún lugar no es admisible decir “haz lo que digo, y no lo que hago”, es en la familia. El ejemplo de los padres en la solución de los conflictos es el mejor ejemplo para evitar la violencia entre los miembros de la familia.

En la familia se comprende, como comunidad, que los bienes de que ella disfruta y dispone, son comunes. Las relaciones no se rigen por intercambios utilitarios, ni se privilegian de forma tal que no puedan ser disfrutados por los demás. Existe un primer sentido social de la propiedad, con los necesarios límites y requisitos que ayudan al trabajo y a la responsabilidad. En ella se aprende a usar de esos bienes en beneficio de los demás y se fomenta una sana austeridad que impida el consumismo y la cultura del descarte. También se aprende una sana relación con la naturaleza, evitando la depredación y el abuso de la misma y sí, por el contrario, se practica la responsabilidad respecto de la casa común.

La familia logrará consolidar la unidad y el bienestar de todos sus integrantes si conoce, asume y practica los principios y valores de la Doctrina Social de la Iglesia. Tratar de hacerlo ocupará claridad en el propósito, tiempo, esfuerzo continuado y un trabajo incansable ya que ésa es su propia dinámica. Asumir esto hará que las familias sean células sanas y fuertes de la sociedad, y no cancerosas o enfermas incapaces de aportar a la misma.

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