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E

l positivismo jurídico que ha imperado en el mundo del derecho, independientemente de las interpretaciones que se han hecho desde esta visión, ha recrudecido las ideas de un voluntarismo de quienes tienen la facultad de hacer, aplicar o interpretar la ley en prácticamente todo el mundo.

Ciertamente, el objeto del derecho es la realización de la justicia. Pero continuamente hemos visto que se ha olvidado la famosa y tradicional definición de la misma como “la perpetua y constante voluntad de dar a cada quien lo que es suyo”. En su lugar, se pretende constreñir la justicia a la aplicación de la ley.

La ley, sin duda, es un instrumento necesario y eficaz para hacer justicia. Pero no cualquier ley. El ordenamiento jurídico requiere, también, ser justo. Y para ser justo no resulta suficiente que sea elaborada y aplicada por quien tiene facultad de hacerlo, sino que en sus términos y en su finalidad busque el bien de las personas de manera equilibrada y por igual para todos. La ley justa no lo es porque sea aprobada por una mayoría de legisladores en un Congreso. Toda ley requiere un cimiento y unos márgenes o límites para cumplir con su razón de ser.

Durante mucho tiempo, antes de que se popularizara la idea de división de poderes tratando de equilibrar las fuerzas del Estado, y aún en los sistemas políticos donde las tres funciones permanecieron concentrados, privó la idea de un derecho natural que podía ser descubierto por la recta razón. Ya se tratara de sistemas de aplicación del derecho consuetudinario, como conjunto de costumbres, prácticas y creencias aceptadas como normas obligatorias de la conducta de una comunidad y que sirven para juzgar cada caso, o de la aplicación rígida de unos códigos escritos, la idea que prevalecía era la realización de la justicia, independientemente de los defectos o limitaciones en que se incurriera.

El abandono del derecho natural llevó a excesos que superaron el autoritarismo de las monarquías o dictaduras, implantando modelos totalitarios que, desde ideologías apartadas de la realidad, pretendían imponer modelos, acciones o instituciones que eran contrarias a la dignidad humana y a la justicia en la sociedad.

El Siglo XX vivió trágicamente esas experiencias y aún hoy subsisten resabios o nuevos intentos de aplicar esas fórmulas de manera engañosa.

Para generar un dique contra esos abusos se redactó y firmó por la mayoría de los Estados la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU de 1948, de la cual se derivaron diversos tratados o convenios internacionales que buscaron hacer realidad algunos de esos principios. Uno fundamental es el reconocimiento de que la dignidad humana es el sustento de todos los derechos y que ésta es inherente a la persona, no otorgada; que esta dignidad es universal, sin distingos; que es anterior y superior al Estado y sus ordenamientos jurídicos, y que éste está obligado a regirse por dichos principios. Estos derechos emanan de la naturaleza humana y no son otorgados, los Estados los reconocen, y entre sus características se señala que son universales, interdependientes, imprescriptibles, indivisibles e irrenunciables.

Por tanto, estos derechos surgen por el solo hecho de existir, y se existe desde el momento de la concepción. Es decir, desde que los gametos germinales se unen, surge un ser humano en proceso de desarrollo y, por lo tanto, portador de dichos derechos.

Si la ley o los jueces se los niegan, se convierten en verdugos y si a partir de ello autorizan el aborto se convierten en promotores de un delito y se asumen como criminales, aunque la ley escrita no los reconozca como tales, y trata de obligar a los profesionales de la salud a que, en contra de la naturaleza de su misión que es favorecer la vida, se comete un abuso. Y si se niega el derecho a la objeción de conciencia, entonces surge un sistema totalitario. No hay más, así de simple y sencillo.

Por eso, el primer derecho de un ser humano, sobre el cual se erigen y sustentan los demás derechos, es el derecho a la vida, sin distingos. Cualquier sistema o decisión que pase por esos principios es un sistema injusto por definición y totalitario en la acción.

Lo que quiso impedir la ONU después de la Segunda Guerra Mundial, se ha vuelto práctica creciente en los estados modernos que se rigen, sin disimulo, sobre principios semejantes a los que aplicaron los totalitarismos contra los cuales se erigió la ONU y que consideró que la aplicación de los derechos humanos era condición sine qua non para el logro de la paz.

Por eso, no cabe duda, el mundo de hoy se rige por la violencia y la ley del más fuerte. Estamos en regresión.

 

 

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