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Desde que los filósofos griegos reflexionaron acerca de las formas de gobierno, aunque con diversas expresiones coincidieron en señalar tres positivas con sus respectivas degeneraciones: monarquía, aristocracia y democracia, en cuanto a las primeras, y tiranía, oligarquía y demagogia. Y aunque algunos se pronunciaran por alguna de ellas, lo hacían destacando sus cualidades.

En la modernidad, después de los ejemplos de la independencia de las colonias norteamericana, de la Revolución Francesa, y del surgimiento de las monarquías parlamentarias, la idea de que la democracia es la mejor forma de gobierno fue tomando fuerza entre los pensadores o teóricos de la política, de los políticos mismos y de no pocos pueblos que impulsaban su derecho a participar, de alguna manera, en la conducción política de sus naciones.

Durante el siglo XX se vivió toda una variedad de formas de interpretar y vivir la política que van desde los sistemas totalitarios hasta la aparición del populismo. El totalitarismo, podría decirse, es una derivación extrema de la tiranía, pues no sólo consiste en el beneficio personal del gobernante, sino que, a su vez, se guía por la idea de imponer a todo el pueblo una ideología y a que éste sea absorbido por el Estado, desconociendo derechos y anulando libertades.

A su vez, el populismo es una versión extrema de la demagogia que suele ser impulsado por un líder carismático que seduce a los gobernados con modelos utópicos de felicidad mediante donaciones supuestamente solidarias y sueños de erradicación de la pobreza sin esfuerzos personales, leyes que “facilitan” la vida y deforman la concepción del derecho y eliminan las responsabilidades y erigen parlamentos o congresos que se sienten capaces de legislar no sólo sobre las relaciones sociales, sino hasta sobre las conciencias y en una falsa concepción de la libertad se vuelven permisivos y tolerantes para algunos y perseguidores e intolerantes para otros.

Hoy los “demócratas” han llevado al extremo la idea de un supuesto pacto social, interpretado como quería Rousseau como una renuncia de derechos por unos y su “administración” por otros, para imponer la voluntad de la mayoría más uno, y obligar a los demás, aunque disientan, “a ser libres”, aunque se tenga que pasar sobre las conciencias. Se trata de una interpretación torcida de la democracia que, sin embargo, predomina hoy en las democracias occidentales.

Por ese camino los congresos de los países occidentales en una importante mayoría, se han erigido en creadores de verdades que, puestas en papeles, se convierten en dogmas estatales que se tienen que acatar obligatoriamente so pena de ser sancionado de diversos modos para hacernos libres “a fuerzas”. Eso no se limita a disposiciones administrativas o reglas que tienen que ver con el orden social, las actividades económicas, los impuestos, la organización política, etc.

Los legisladores se han convertido en intérpretes y definidores de la naturaleza humana y de los derechos humanos, sin ser filósofos y, en ocasiones, tampoco juristas. Y decimos juristas para profundizar en conocer de la justicia a fondo y no ser, simplemente, abogados. Tampoco son médicos o genetistas expertos en embriología o en bioética. Sin embargo, se atreven a disponer sobre la vida humana.

Estos legisladores son quienes han definido a partir de cuándo existe vida humana y cuándo se puede acabar con ella mediante el aborto o la eutanasia. Son ellos quienes han endiosado la ideología de género que niega que exista una naturaleza humana, que las personas son hombres y mujeres, y promueve la “opción” de definición libre de géneros al margen de la determinación biológica de los seres humanos. Se llega al extremo de autorizar o impulsar las intervenciones transgénero con mutilaciones físicas e intervenciones hormonales que trastornan el cuerpo, que con todo ello no puede cambiar el sexo que ya tiene y que durará durante toda la vida.

La fuerza de la ley no puede cambiar la realidad, pero sí afectar la vida social y a las personas. No sólo se daña a quienes se permite deslizarse en el tobogán de su autodestrucción, sino a todos aquellos que se oponen a esas aberraciones, declarándolos delincuentes a fin de someterlos a silencio o a prisión. Se van afectando los auténticos derechos humanos y se cancelan libertades.

Se ignoran entonces los límites de la democracia, no es mediante votos como se realiza la persona humana. Es deber de los demócratas organizar la sociedad a la luz de la dignidad humana.

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