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Cultura de la muerte, políticamente «correcta»

por | Derechos Humanos

La cultura de la muerte describe a la ideología homicida que a su paso siembra y cosecha violencia, confrontación, aniquilación y destrucción del ser humano en sus formas más absurdas y crueles: aborto, eutanasia, pena de muerte, ideología de género o género fluido, feminismo radical, cultura del descarte o de lo políticamente correcto (wokismo), pederastia, abolición del matrimonio y familia, entre otros asuntos. Esta cultura se impone desde el poder, bajo la apariencia de bien necesario para la permanencia de la humanidad.

Como concepto y realidad fue planteada por primera vez por el Papa Juan Pablo II, el 25 de marzo de 1995 en la profética Encíclica Evangelium Vitae, que en el numeral 28 dice: “(…) estamos ante un enorme y dramático choque entre el bien y el mal, la muerte y la vida, la «cultura de la muerte» y la «cultura de la vida». Estamos no sólo «ante», sino necesariamente «en medio» de este conflicto…”

Es un proyecto globalizador impulsado principalmente por Estados Unidos, la Comunidad Europea, organismos como el Foro de Davos, el FMI, la OEA, la ONU y las diversas instituciones y organismos que la integran: UNESCO, OMS, PNUD, ONU-Mujeres y BM, entre otros. Se impone a los países subdesarrollados, a través del condicionamiento de apoyos, préstamos o financiamientos a programas de desarrollo; de recomendaciones o de tratados vinculantes, con el claro propósito de disminuir la población mundial. Estos países y organismos son los impulsores del sector “productivo” más rentable: “la industria de la muerte”.

No es en sí una propuesta ideológica que busque resolver los problemas económicos, políticos y sociales de los países a través de una utopía paradigmática; no busca mecanismos para potenciar la generación de riqueza y su distribución, ni generar una movilidad social que mejore las condiciones de vida de los pobres. No. Su objetivo es uno: disminuir la población a partir de usar al aborto como método de control natal, eliminar a los bebés con enfermedades preexistentes en el seno de su madre -como en la Alemania Nazi-; eliminar, mediante lo que llaman “una muerte digna”, a los ancianos que no aportan y sí demandan pensiones y costosos servicios; promover la proliferación de géneros neutros, reproductivamente; y erradicar cualquier iniciativa social, cultural, política, educativa, etcétera. que vaya en su contra.

Esta distopía, sin referentes de éxito en el mundo, tiene a sus principales adquirientes en los gobiernos de países pobres que demandan financiamiento externo para impulsar el progreso y bienestar de sus habitantes.

Son principalmente gobiernos liberales y de izquierda, muchos de ellos surgidos de procesos democráticos, quienes impulsan la cultura del descarte o pensamiento “políticamente correcto”, que además se enfocan contra la libertad de expresión de quienes disienten de su “pensamiento único”.

También, inundan la opinión pública de fake news y post verdades -que no es otra cosa que mentiras-, convirtiendo a los ciudadanos en menos capaces “de distinguir lo real de lo ficticio, en partisanos, en carne de cañón fanática que nada entiende, nada examina y nada critica”, conformándose con destruir, vociferar y denostar todo lo que no demuestre ser compatible con la idea que el demagogo ha puesto en sus cabezas.

A diferencia de otras ideologías que se quedan en el plano de los deseos o de los conceptos, esta perversión cultural ha logrado transformar la realidad de manera multidimensional, en lo antropológico, político, legal, cultural, educativo, social, económico, y hasta en lo religioso. Afecta la vida personal, la convivencia social -nacional e internacional-; propone una visión de la realidad y una actitud ante ella que no respeta ni tolera la disidencia.

En esta visión axiológica las personas pierden autonomía, libertad y derechos porque no son ellas quienes definen el tipo y calidad de vida que quieren.

A través de tecnologías de la información y de la comunicación se promueven modas, estilos de vida y pensamientos orientados a consolidar esta mentalidad que difumina la percepción del bien y del mal y atenta contra la dignidad de la persona al autorizar diversas formas de asesinato. Bajo este presupuesto pretenden no sólo la impunidad para los asesinos, sino la normalización de estas prácticas.

El proceso de construcción cultural también está a cargo de los medios de comunicación y de la industria del entretenimiento, tanto por la facilidad de comunicar, como por la incapacidad intelectual de las audiencias de reflexionar y cuestionar sus contenidos en sus diversos formatos: televisión, cine, prensa, radio, Internet y redes sociales.

Las audiencias preferidas son siempre las mentes menos formadas, las más débiles y vulnerables: niños, adolescentes y jóvenes, en quienes ven sus objetivos para impulsar una “supremacía cultural” mediante estereotipos de vida, roles y narrativas, en las que prevalece la emotividad, la libertad sin verdad ni responsabilidad.

Es una cultura perversa, contraria a la vida, a la verdad y al bien.

Se trata de romper con el pasado y sus valores; trastocar la propia naturaleza y el sentido trascendente del hombre. La realidad se sustituye con una visión antropológica alternativa, una nueva gnoseología y epistemología; un diferente sentido de la vida que abre paso a una racionalidad emotiva que no promueve, desarrolla o beneficia a las personas, sino las hace más empáticas con quienes desean ser diferentes.

La cultura de la muerte es totalitaria: no acepta disidencias, oposiciones, divergencias o discrepancias. Argumenta la inexistencia de verdades permanentes. En lugar de estas asume el relativismo y el agnosticismo como referentes. Sus fundamentos morales y éticos están referidos a los sentimientos de comodidad y placer nihilistas: es bueno porque me gusta; es malo porque me disgusta.

Ni las propias iglesias anglicana y católica se han librado del contagio de esta ideología.

Se requiere un estudio más profundo para desentrañar su naturaleza, objetivos, alcances y, de manera especial, a sus promotores, porque de ello depende en buena medida el futuro de nuestra cultura.

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