Pensar la solidaridad como un bien común básico: ¿Una alternativa real?

De la solidaridad es una visión antropológica, sólo la visión cristiana de la misma tiene la respuesta correcta, pues en ella se entiende la lucha interna del hombre entre el bien y el mal, ya intuida por Platón en el Fedro, quien entiende que el alma como carro conducido por un auriga, tiene que moderar dos caballos, uno blanco y bueno, y uno negro y malo. Para nosotros los cristianos la explicación es clara:
“Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios. Conocieron a Dios, pero no le glorificaron como a Si entre las definiciones de bien común nos encontramos en que consiste en “el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección” (Gaudium et spes. N. 26) e implica por ello derechos y obligaciones, de entrada, se puede afirmar que la solidaridad no sólo es una alternativa, sino una necesidad.
Esto es así porque la sociedad, en tanto ser accidental, se produce como una unidad de relación entre quienes la integran. Lo que hoy se llama el “tejido social”, que es una trama de vínculos de personas entre sí; de personas con la sociedad; de sociedades entre sí, desde las familiares a los estados.
La solidaridad está inmersa en la propia naturaleza humana, pues como dice Aristóteles, el hombre es un zoon politikon, es decir, un ser social. Su fundamento es que el hombre no es, en el sentido pleno de la palabra, como realización, sin los otros. Hay, por lo mismo, una interdependencia. El buen salvaje, sin contacto con sus semejantes, no existe. Por lo tanto, la idea de que la sociedad es una “ficción jurídica”, producto de un pacto social, carece de fundamento antropológico.
Es bien sabido que falsas concepciones antropológicas que no entienden la manera equilibrada de vivir la relación de interdependencia, nos llevan a las formas colectivistas o individualistas, que en un caso anulan la individualidad y libertad de la persona, sometiéndola a un Leviatán que anula o administra los derechos, y en el otro hacen del propio interés una solidaridad mecanicista de la que se supone se deriva sin buscarlo, un beneficio común.
Estas formas equivocadas de relación humana, tienen como raíz, como dije antes, concepciones antropológicas incompletas. Para unos, el hombre sería naturalmente bueno; para otros, naturalmente malo. Pero. Aún para los primeros, su bondad natural se pervertiría o dañaría por la relación con otros y ese roce genera conflicto que requiere la intervención de otra fuerza para evitarlo. Así, el hombre, naturalmente libre y sin límites, tendría que ser moderado mediante el pacto social, en el cual se tendría que renunciar a parte de sus derechos y otorgarlos a la autoridad para que los administre. Ello, a su vez, se convierte en fuente de nuevos conflictos que no analizaré por ahora. Y si el hombre naturalmente bueno requiere de una fuerza externa a él para moderar las relaciones humanas, no se diga cuando se trata de hombre malos, que de no existir quien los refrene, se aniquilarían entre sí.
Una visión antropológica correcta
“Si el problema para la realización Dios. Obscurecieron su estúpido corazón y prefirieron servir a la criatura, no al Creador. Lo que la Revelación divina nos dice coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su santo Creador. Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación.” (Gaudium et spes N. 13).
Este párrafo hace referencia a la concupiscencia que ha marcado al hombre y que hace que su vida sea una lucha interna entre el bien y el mal. Por tanto, conviven en él las dos tendencias. Desde el punto de vista natural, la educación, la clara visión de los valores, el desarrollo de virtudes y la búsqueda de la verdad, harán posible el desarrollo de la justicia y, por tanto, el ejercicio de la solidaridad como un derecho y un deber, pues sin ella, el bien común, como dirección a la que se unen las voluntades para alcanzar esa meta, se vuelven muy difícil, si no es que imposible.
Clases de solidaridad
Para que la solidaridad sea medio y fruto del bien común, hay que distinguir las forma como se expresa, dónde se encuentra y cómo alcanzarla.
La solidaridad suele identificarse con un sentimiento de compasión espontáneo frente al mal ajeno, ante sus carencias. Este sentimiento lleva a realizar un auxilio.
Sin embargo, suele brillar ante las tragedias que aparecen en el tiempo como consecuencia de accidentes, inclemencias del tiempo o enfermedades, como se ha visto en la pandemia. El auxilio que se presta en estos casos, no se enfoca hacia el tejido social y suele ser temporal. Desaparece cuando se resuelve el tema, o con el paso del tiempo. Se ve como algo extraordinario, virtuoso si se quiere, pero que no establece un vínculo permanente en la mayoría de los casos.
En el mismo terreno de las emergencias o problemas humanos, existen solidaridades resultantes de la naturaleza de las profesiones y corresponden al deber que asumen quienes las desempeñan: bomberos, rescatistas, médicos, enfermeros, etc. En ellos se da una solidaridad más o menos permanente sin mayores riesgos e, incluso, compensaciones económicas. Su compromiso los hace competentes y prestan un gran servicio.
Por otra parte, para el desarrollo pleno del bien común, de los bienes comunes, es necesaria la solidaridad permanente que resulta de la generación de vínculos que generan responsabilidades recíprocas permanentes. Estas son las relaciones que se establecen entre las personas para el logro de bienes comunes a través del tiempo y van formando unidades sociales cada vez más complejas, a partir de la familia como unidad social.
Tomemos la familia como ejemplo de algo que puede luego aplicarse para otras organizaciones. Los vínculos matrimoniales de los esposos, cuando son fecundos, dan origen a la familia. Las relaciones internas entre ellos son necesarias para el desarrollo pleno de cada uno y todos los que la integran. Todo lo que en ella está responde al bien común y es posible por la aportación de todos, de acuerdo con sus responsabilidades particulares.
De manera principal se requiere el sólido vínculo entre los cónyuges, por lo que su ruptura daña a la unidad familiar y a los miembros que la componen. Pero su tarea no termina ad intra.
Ella, a su vez, desarrolla relaciones con otras familias, hacia las cuales también adquiere directa o indirectamente, vínculos de responsabilidad recíproca. Por tanto, las solidaridades no son cerradas, siempre están abiertas más allá. Ésta es la subjetividad social de la familia.
Como queda claro, sin esta variedad de solidaridades no habría posibilidades de la realización del bien común. Me parece que queda claro que la solidaridad es un bien común básico, necesarísimo, y no una simple alternativa posible. No sólo eso, el fruto natural de la solidaridad, asentada ésta sobre lo señalado, es el gran bien común de la paz.